Juan el Bautista tiene una lección de humildad que enseñarnos. A pesar de ser un personaje público no tenía reparos en preparar el sendero para otro, en facilitar de algún modo el camino, la misión que Cristo venía a cumplir entre los hombres de poca fe.
Juan no se agarró a ningún nombre o título de postín, ni colocó su ministerio por encima del de los demás. Era humilde.
Cuando le preguntaron dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías. Esta era la respuesta de Juan el Bautista al otro lado del Jordán. Ni siquiera firmó como suyas las palabras de Isaías, simplemente las aceptó para su vida, las entendió.
No estaba dispuesto a crear dudas en los demás: Yo bautizo con agua, pero entre vosotros hay uno que no conocéis: ese es el que viene después de mí. Yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias .
Hay que ser bondadoso para actuar así.
La humildad es una actitud que, lejos de ser asustadiza, es valiente. Ser humilde trae unos riesgos que hay que estar dispuestos a correr. Es difícil. Es una lucha constante con nuestro propio yo que nos perfecciona.
Sólo el orgulloso teme perder el prestigio que considera suyo.
Al día siguiente, al ver a Jesús exclamó: ¡Mirad, ese es el Cordero de Dios! y posiblemente levantó su brazo y señaló al Maestro. Dirigió la mirada de todos hacia Él.
No quiso que hubiera ninguna duda.
Otra certeza en la vida de Juan, no lo sabía todo y no tenía ningún reparo en confesar lo que ignoraba: He visto al Espíritu Santo bajar del cielo como una paloma, y reposar sobre él. Yo aún no sabía quién era él, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y reposa, es el que bautiza con Espíritu Santo.’ Yo ya le he visto, y soy testigo de que es el Hijo de Dios.”
El Bautista podía haberse apropiado con orgullo del ministerio de ser el que allanaba el camino para que Cristo avanzara más fácilmente por él. “ Si no fuera por mi, podía haber dicho , sino fuera por mí, el Mesías lo tendría más difícil”.
¿Por qué nos gustan tanto los títulos, los cargos, la consideración, los buenos puestos, el protagonismo, los rebuscados nombres que se les pone a lo que debe ser considerado como un servicio a los demás?
¿Por qué el cristiano anhela ser alguien con autoridad reconocida dentro de su comunidad y más allá?
¿No vale más el buen trabajo hecho sin tanto bombo?
No todo el que trabaja para el Señor lo hace sin buscar floripondios. Pocos los que le alisan el camino al que está al lado para que pueda resaltar y cumplir su misión.
Juan ensalzaba a Jesús con el reconocimiento de saber que era más importante que él. Nosotros, los cristianos, estamos obligados a ver al prójimo como alguien superior, ver en el otro a Cristo.
Yo no le conocía; pero el que me envió ... Juan reconoce que era un mandado, un sirviente. Él no era el que envía, sino uno que a pesar de tener muchos seguidores, muchos fans, sirve aunque podía haberse envanecido, pues g entes de Jerusalén, de toda la región de Judea y de toda la región cercana al Jordán salían a escucharle. Confesaban sus pecados y Juan los bautizaba en el río Jordán.
Y fijándose en Jesús que pasaba por allí, dijo: He ahí el Cordero de Dios. Le oyeron hablar los dos discípulos y siguieron a Jesús. ¿Tenía miedo Juan a perder seguidores, temía que los suyos fijasen su mirada en otra persona más apropiada? No, no es eso lo que se deduce de sus palabras.
Juan no buscó ser un mensajero de élite. Fue el propio mensaje. Aceptó serlo sin esperar recompensa. Su finalidad estaba prevista precisamente en quedarse sin seguidores para que siguieran las obras y la misión del Maestro, no las suyas.
Nuestro lugar ante Jesús y ante los demás creyentes está al otro lado del Jordán.
Cristo salva a la humanidad que está en ese otro lado, donde se sitúan los que buscan la verdad de corazón, los entregados, los que trabajan, los que dirigen con humildad.
¿A qué lado estamos?
Autor: Isabel Pavón