Llega Mauricio (no es su verdadero nombre) a su primera entrevista. Tiene 17 años. He conversado con su madre sobre el problema que lo trae a terapia. Siento de recibirlo con un fuerte abrazo. Esa es mi carta de presentación. Quiero que se sienta bienvenido.
A los pocos minutos, mucho más allá de mis mejores pronósticos, Mauricio abre su corazón y comienza a relatarme temas muy profundos e íntimos (hecho no tan frecuente con jóvenes de su edad que llegan a terapia por iniciativa de una madre). Ese relato me impacta. Tengo 23 años de ejercicio profesional, he visto desfilar todo tipo de personas con toda clase de problemas… pero Mauricio me sorprende y me conmueve. Aunque a esta altura de mi vida personal y profesional tendría que estar “acostumbrado”, me sorprende que un muchacho de 17 años haya convivido por tanto tiempo con la idea del suicidio.
¿Por qué un muchacho de 17 años quisiera matarse? Respuestas técnicas tengo de sobra. Realicé hace unos años un trabajo de revisión bibliográfica (una “review”) sobre el fenómeno del suicidio en la adolescencia. Pero más allá de los conocimientos profesionales, no deja de impresionarme cuando esto se presenta frente a mis narices. Mauricio ha estado en clase pensando en el suicidio. Ha compartido bromas con sus amigos mientras pensaba en el suicidio. Estuvo en decenas de comidas familiares evaluando cómo matarse mientras ingería cada bocado. Necesito no dejarme sobrellevar por las emociones para poder ayudarlo.
No tuvo dudas a la hora de explicar el por qué: la relación con su padre. Un padre que lo definió sistemáticamente como un “inútil”, un padre que nunca lo abrazó, un padre que lo hacía sentir como una molestia, un padre que nunca registró el impacto que estaba causando en su hijo. Pensé en cuántos “Mauricios” hay. Y también reflexioné sobre cuántos padres repiten esta fórmula con sus hijos; ¡quizá hasta algunos de ellos creen sabérselas todas y han sido tan torpes con sus propios hijos!
Pero algo y todo cambió. Al tocar fondo Mauricio, el padre estuvo más predispuesto a escucharlo. Un abrazo del padre, tan sólo un abrazo del padre… comenzó a producir el gran cambio. Este padre, a diferencia de otros, comprendió lo que su hijo estaba necesitando y se acercó a él, desde un lugar distinto. Un “te quiero hijo” ayudó aún más. Se sumó un “perdón, hijo”. Mauricio ha comenzado a sentirse alguien más valioso. Tres o cuatro acciones diferentes del padre inclinaron la balanza a favor de la vida. No todo es sencillo y estoy convencido que les queda un largo camino por delante, pero algo y todo cambió.
Luego salí de la situación puntual y pensé en términos más generales. Más allá de todo… algunos están a tiempo de dar ese abrazo que nunca dieron, todavía esté a su alcance expresar un “te quiero”, quizá hoy sea el día para hacer autocrítica, dejar la necedad y comenzar un cambio.
Amigo, no retengas tu capacidad para amar. Alguien a tu alrededor puede estar pasándola muy mal y en tus manos está una de las claves para su cambio. Vamos, no seas tímido. Tené vergüenza para lo ruin de la vida, pero no te avergüences ante el tremendo poder del amor. Comenzá, aunque seas torpe al principio, comenzá.
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