El júbilo de Julián"
Como todos los días, la máquina del tren repostaba en su estación, llenando sus compartimentos de carbón y leña para poder llevar, a una velocidad constante, a sus dos vagones.
Julián, el maquinista, cada día se sentía más orgulloso de su tren, lo cuidaba con esmero, lo engrasaba cuando empezaba a percibir algún leve chirrido.
Cada día subían muchos viajeros en sus vagones. Los había de todo tipo. Algunos eran educados, otros muy sucios, y los menos cuidaban de que ningún pasajero mayor no tuviera asiento.
Todas las noches, al acabar su jornada, se sentaba tranquilamente en su asiento de maquinista y repasaba mentalmente el día.
Julián era, ciertamente, un hombre feliz. Manejaba su máquina a la perfección. La conocía tanto, que sabía cuándo podía acelerar, o, bien, reducir su velocidad.
Los años, incluso las décadas, fueron pasando. Hasta que un día, Julián empezó a escuchar frases de sus viajeros como:
- ¡Qué pobrecita! Se nota cómo va perdiendo velocidad.
Otros comentaban:
- Está bien cuidada, pero... ¿has visto el tren nuevo que han puesto en la otra línea?
Julián sintió como una leve punzada. Era cierto que llevaba ya unos años asumiendo que su máquina estaba más desgastada, y que había tenido que cambiar bastantes piezas últimamente. Pero a él no le importaba. Comprendía que el tiempo tiene su ley natural.
Una mañana, recibió una carta, que, aunque él sabía que tenía que llegar, no por ello le causó extrañeza. La abrió lentamente, como intentando retrasar el momento. Entre numerosos elogios "por los servicios prestados, por los años de dedicación a tiempo completo", empezó a leer, le decían muy diplomáticamente que "había llegado el momento de ser sustituido, y que su tren se había quedado ya obsoleto", por lo que preferían otro nuevo con una tecnología punta "que les hacía ahorrar tiempo y dinero".
Julián sonrió. Volvió a meter lentamente la nota en el sobre, y, con delicadeza, la dejó en su mesa camilla. Y, sentándose en su sillón preferido, dejó que sus pensamientos le hicieran recordar sus días vividos al frente de su tren.
Casi todos los días que él recordaba, había sabido hacer frente a las dificultades. Por ejemplo, cuando los días eran muy lluviosos, en los que tenía que decir "no" a los viajeros, porque su máquina se forzaba mucho y consumía demasiada energía. Recordaba cómo escuchaba pacientemente las duras críticas de algunos de sus viajeros, aunque, con el tiempo, casi todos aceptaron sus negativas. Incluso, algunos, le llegaron a comprender.
También recordó, con cariño, cómo una noche, cuando estaba descansando de las labores del día, se le acercó una mujer muy alterada, quien, con lágrimas a punto de brotar de sus ojos, le rogó que la llevara tres estaciones más allá.
Él, sólo tomó el teléfono para preguntar si su línea estaba expedita. Y al oír la palabra "afirmativo", sonrió y ayudó a la mujer a subir a la máquina. Ésta, más relajada, rompió a llorar. Y, entre gemido y gemido, sólo acertaba a darle las gracias.
Dos años más tarde, la mujer fue a verle a la estación. Se reconocieron de inmediato. Y, ante una humeante taza de café, la mujer le contó la prisa de aquella noche. Le habían avisado de que su madre agonizaba, y gracias a su ayuda pudo llegar a tiempo de oír las últimas palabras de su madre, que nunca antes había pronunciado. Eran: "Hija, te quiero".
- Ahora -le seguía explicando a Julián- me siento mucho más segura y equilibrada.
Julián volvió a emocionarse. Aquellos breves minutos fueron vividos como muy intensos y gozosos.
- ¡Vaya! -se dijo en un tono feliz-. La vida es una continua sorpresa.
Y, al decirse eso, de pronto recordó una Navidad, en la que conoció a Carlitos, un niño encantador, que había nacido con un problema muy grave de sordera. Tenía unos siete años. Cuando le conoció, estaba sentado en el banco de la estación al lado de su madre. Su mirada, particularmente triste, hizo que se fijara en él.
El niño no dejaba de mirar el cable que yo utilizaba para avisar la salida, a los viajeros, con un fuerte silbido. Curiosamente, Carlitos y su madre no subían al tren. La madre apretaba la mano de su hijo y sonreía al ver cómo a Carlitos se le iluminaba la cara.
Así pasó una semana entera. No entendía lo que pasaba. Pero cada vez que yo tocaba el cable que accionaba el silbato, el niño se ponía de pie y aplaudía.
Era cierto que mi silbato era espectacular, pero la gente se acostumbraba pronto al sonido y dejaba de intersarse.
Pasado ese tiempo, al ver que mi curiosidad iba en aumento, me bajé de la máquina. Allí, como todos los días, estaban Carlitos y su madre. Y, como por un instinto del corazón, y a pesar de estar terminantemente prohibido, le cogí de la mano y le invité a subir a la máquina. Nunca podré olvidar el brillo de los ojos de su madre. Pero yo seguía sin entender. Entonces, le pregunté, cariñosamente, cómo se llamaba el niño. Y... comprendí: apenas podía oír; sólo podía escuchar el silbato del tren... y cuando le mostré el cable y le indiqué que podía tirar de él, se me hizo un nudo en la garganta... Por unos instantes, ese niño cumplió su sueño de poder oír.
Cada día, durante un mes, aproximadamente, sin mediar palabra, Carlitos se subía al tren... Hasta que un día, Carlitos y su madre dejaron de venir.
Al poco tiempo, reconocí a su madre en el banco de la estación. Iba vestida entera de negro... y, con una leve sonrisa, me ofreció un sobre y se despidió.
Recuerdo que me temblaban las manos cuando extraje un papel en el que había un dibujo infantil representando a la máquina, a él mismo tirando del cable, su mamá al lado y a mí mismo, con mi gorra de maquinista, y unas alas en mi espalda.
Unas lágrimas de emoción y de recuerdo volvieron a aflorar en el rostro de Julián, pues ese niño... ¡cuánto le había enseñado!
Julián siguió con sus pensamientos...
¡Qué feliz me sentía haciendo mi trayecto rutinario y mis horarios fijos!
- ¿Acaso no es el momento de probar otras vías? -se preguntó-.
Y, volviendo a acariciar el sobre cerrado, se dirigió con paso resuelto a la estación.
Allí estaba su tren... viejo, pero reluciente... con sus múltiples arañazos perfectamente tapados. Lo contemplaba igual que la mirada de un niño que descubre el mar por vez primera. Y, con paz y serenidad, regresó a su casa a descansar.
Por la mañana, pronto, se dirigió a la oficina de la estación. Allí, tenían todo preparado: una pequeña fiesta de despedida de sus compañeros, y, sobre todo, amigos, le aguardaba.
Julián abrió la puerta descuidadamente, y, antes de que pudiera darse cuenta de lo que pasaba, un aplauso fuerte y estruendoso se escuchó por toda su querida estación.
Pepe, su mejor amigo y confidente, y, muchas veces, cómplice de noches en blanco hablando en la intimidad, le tomó por el hombro, y, con gran solemnidad, le colocó en el centro del nutrido grupo. Entonces, con voz emocionada, acertó a decir:
- Querido Julián, nuestro mejor compañero en estos años. Tu forma de ser y tu felicidad nos han servido, a cada uno de nosotros, como un virus que ha ido infectando nuestros corazones. Tu compañerismo, para suplir turnos, sin tan siquiera preguntar, ya que sólo te bastaba mirar a nuestros ojos. Tu gran sentido del humor, cuando tenías que decir "no", porque la situación así lo requería... Hoy, todos nosotros, sabiendo que ese tren representa de alguna manera tu vida, y sabiendo que iba a ser llevado al desguace, hemos reunido el dinero suficiente para que pase a ser de tu propiedad.
Julián les fue abrazando, uno a uno, y, con la ilusión mágica de la vida, fue acompañado a su tren, en el que una botella de champán aparecía suspendida de un ancho lazo rojo, colgada de una de las puertas de la máquina.
- ¡Vamos, Julián! -le animaban todos-. ¡Inaugura tu nueva máquina!
Al mismo tiempo, una voz de mujer, entre todos los compañeros, le preguntó curiosa:
- ¿Cómo la vas a llamar?
Julián, feliz y sonriente, la miró y contestó:
- Se llamará "Júbilo".
Y, desde aquel día, recorre todas las vías que no están muy transitadas.
Dice que hay días en que se detiene en algún paraje que le gusta más.
Otras veces, sube en sus vagones a ese tipo de personas que quieren seguir aprendiendo a vivir.
No sé lo que habrá sido de Julián y de su tren. Pero lo que siempre supe es que fue feliz en cada momento, porque aprendió, desde muy joven, a saborear la vida en cada instante y a cuidar con esmero lo mejor que tenía, que era él mismo.
(Desconozco el autor)
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