Aquel lugar
Aquel lugar olía a húmedo, a guardado.
Así son los vaivenes de la vida, impredecibles. Jamás me habría imaginado
trabajando en un Psiquiátrico, pero en realidad no tuve otra opción. La
urgencia la marcan las necesidades perentorias y, en ese momento, todo otro
argumento o preferencia, se vuelve vanidad.
Le juré al casero que le pagaríamos el
próximo mes, aún temiendo que me cortasen el suministro de luz y agua. Por eso
firmé el contrato, porque los pobres no podemos tener ni miedos, ni reparos.
El edificio era viejo, se alzaba entre la arboleda con una presencia
inquietante. Bajé del coche y me dirigí presuroso a la puerta, llegaba diez
minutos tarde. En la recepción me esperaba la encargada.
- Disculpe.- Exclamé.- El tráfico, se podrá imaginar.
- Por supuesto.- Respondió tajante.- Descuida. Pasa por aquí por favor,
te daré tu uniforme y te presentaré a los internos.
Todos los lunes había una reunión
comunitaria en la que, los enfermos, sentados en círculo, recibían información
sobre el funcionamiento del centro y las actividades; aunque algunos, con la
mirada perdida, sólo recibían el sol que bañaba los ventanales y los rumores de
sus propias mentes.
- Atención, por favor.- La encargada me puso la mano en la espalda.-
Este es Felipe, estará con nosotros a partir de hoy. Espero que entre
todos podamos lograr que se sienta bienvenido.
Ellos asintieron y comenzaron a
observarme con extrañeza, de arriba a abajo. Fue en sus ojos donde hallé el
denominador común, todas eran miradas vacías, como provenientes de los ojos de
cristal de una muñeca que, si bien se clavan en ti, parecen no estar
advirtiendo tu entera humanidad. Miradas capaces de traspasar tu carne, de
obviar tu presencia.
El turno que me esperaba era de una semana. Siete turnos seguidos de
veinticuatro horas para compensar los gastos por desplazamiento. Seguí a la
encargada hasta la puerta del control de enfermería donde se detuvo.
- Los primeros días son los más difíciles.- Sentenció ella.- Trata de
tomártelos con calma. Conoce a los internos, familiarízate con el
edificio, que sean unas jornadas distendidas de toma de contacto.
Me pareció buena idea, pues la ingente
cantidad de pastilleros que descubrí al otro lado del cristal me hicieron
plantearme mi eficacia profesional.
Paseé por los corredores plagados de puertas a uno y otro lado, con las manos
en los bolsillos, contemplado aquel pequeño mundo en el que había aterrizado.
Era un mundo, sí, encapsulado en sí mismo, con sus leyes, sus fronteras
infranqueables, sus autoridades y su pueblo llano. Llano y confuso.
- Eres muy atractivo, chico nuevo.- Una de las enfermas me tocó la espalda.
Reí divertido, no sabía qué decir. Me intimidaba relacionarme con ese tipo de
gente. Ella, sin embargo, comenzó a contarme su triste historia. Matilde, así
se llamaba. Matilde la suicida, la niña no amada, la que oye voces. Pero
también era Matilde la sonriente, la sociable. Matilde la de cara reluciente y
conversación fácil.
Llamaron a la hora de la comida con un timbre ronco que movilizó la apatía reinante.
Por momentos, tan solo el rumor desatendido de la televisión incasable, rompía
el silencio. Cada uno, conectado en exclusividad con sus propios fantasmas y
deseos, permanecía entre aquellos que compartían el mismo espacio, pero a los
que desconocía.
Un hombre, alto y grueso, enorme, se mecía hacia delante y hacia atrás, con las
vista fija en el ventanal, al ritmo de las ramas agitadas por el viento de
otoño.
- ¿Está usted bien?- Me acerqué interesado.
- ¿No los ves?- Preguntó sin distraer la mirada del cristal.
- ¿Ver? ¿El qué?
- Ardillas, cientos de ellas ¡Mira ahí baja una en una hoja! Ahí están, diez
más. Son tan hermosas...
A veces, ante lo sórdido de la vida, la mente busca una escapatoria disfrazada
de belleza. Pero él, con su balanceo, ya había pasado la frontera, incapaz como
era de regresar sin mancha al mundo de lo real.
- Sí, son realmente bonitas.- Respondí al fin.
Y entonces, sorprendido por mi contestación, se giró y me sonrió satisfecho.
Comprendido, acompañado, no sé cómo llegó a sentirse, pero desde luego
conectamos.
Para la noche, me asignaron el cuidado de un paciente que registraba periodos
de agitación. Supuse que era el precio que pagaban los novatos. Entré en la
habitación de aire enrarecido y me dirigí a mi cama supletoria, resignado a
aquel suplicio.
- Buenas noches, soy Felipe, el enfermero.
- Enfermero necesitan los enfermos ¡Qué haces aquí! ¡Vete! ¡No necesito a
nadie! ¡A mí no me pasa nada!
Comenzó entonces a golpearse la cabeza contra la pared, traté de detenerle,
pero era extremadamente fuerte. Salí corriendo al pasillo y le pedí ayuda a un
compañero, entre los dos logramos reducirle y atarle a la cama. Igualmente,
tuve que dormir a su lado, por si lograba desatarse. Fue una noche larga y
densa, repleta de pesadillas que se mezclaban con los gritos en el pasillo y
los golpes en las baldosas frías.
Ya de mañana, me propuse establecer el vínculo terapéutico necesario para
tratarles sin resultar agresivo. Matilde vino a saludarme, se interesó por mi
descanso. Estaba guapa, muy guapa, me pareció rejuvenecida. El sol se colaba
entre las rejas de las ventanas, como por un colador, creando un ambiente
luminoso pero tenue. En el sofá, una mujer anciana miraba la televisión con
atención.
- ¿Qué programa están dando?- Me acerqué interesado.
- ¡Silencio!- Susurró ella.- Nos vigilan, nos rodean. Ahora mismo sus
micrófonos están leyendo mis ondas cerebrales. El del telediario, el que se
acaba de ir, ha estado hablando mal de mí entre noticia y noticia ¡Qué
barbaridad! Pero silencio, o estaremos en peligro.
Me quedé unos minutos más a su lado, escuchando su entrecortada respiración,
adivinando quizás la angustia con la que buscaba en la pantalla posibles
agresiones ocultas.
- Por eso no habla con nadie.- Me aclaró Matilde.- Por eso siempre está sola.
Aquella semana no salía de mi asombro, apenas podía memorizar los nombres,
pero sí los síntomas que dominaban la vida de cada uno. Habían perdido el timón
del barco y se hallaban a la deriva, en aquel lugar sin presente ni futuro. Me
encontraba ansioso porque llegara el domingo y acabara mi turno, ya solo
quedaba un día. Saldría de allí, olvidaría, aunque fuese por unos días, la
congoja que me oprimía el pecho. Debería plantearme el regresar, sopesar si
contener todo aquel dolor se podía pagar con mi sueldo. A veces hay sacrificios
que no merecen la pena.
- Felipe ¿Qué haces?- La encargada se asomó al dintel de la puerta de mi
dormitorio.
- Mi maleta, mañana quiero llegar a la hora de comer a casa. Tendréis que
buscar un relevo para controlar el sueño de Jaime.
- Felipe, siéntate.- No me gustó su tono de voz.-Tú no vas a ninguna parte, tu
ingreso es de largo plazo.
- ¡Ingreso! Creo que se equivoca, yo acepté este empleo porque...
- Esto no es un empleo.- Me interrumpió.- Es tu enfermedad. En casa la
situación era muy complicada y tu esposa decidió que era lo mejor para ambos.
Te enseñaré los papeles.
Conforme la seguía, dirección al despacho, el temblor de mis manos se
incrementaba. Miré mi uniforme y, por primera vez, advertí que se parecía más
al pijama de los internos que a la vestimenta del personal de enfermería.
La encargada me tendió una hoja impresa, firmada por mi mujer. La confusión
comenzó a crecer, recuerdos extraños se agolpaban en mi mente. En la carpeta
también se encontraba un trámite de divorcio, por amenazas.
- ¡Yo jamás he amenazado a nadie!- Exclamé soltando el papel, como si quemase.-
¡Y menos a mi mujer, yo la amo! ¡Déjenme salir de aquí y lo hablaré con ella!
¡Aquí ha habido un error!
- Felipe.- La encargada se puso en pie, nerviosa.- O te tranquilizas o me veré
obligada a llamar a seguridad.
No recuerdo muy bien qué pasó después. Lo aclaré con la encargada,
seguramente. Ahora tengo un contrato indefinido con turnos de veinticuatro
horas. Llevo trabajando un año ¡Sin vacaciones! Pero merecerá la pena,
ahorraré mucho, seré alguien mejor. Disfruto ayudando a los demás, amo mi
profesión. Solo por ahora, solo hasta que pueda dimitir y buscar otro empleo.
¡Qué complicado es vivir! Y más, cuando por la noche, regresan a mí los
fantasmas antiguos, de la infancia. Sigo durmiendo con Jaime, parece que será
mi cometido por ahora. Ahora, el tiempo, las pesadillas y los sueños dulces.
Matilde, la realidad, la vida y cómo vivirla. Mi mente, confusa a veces, no
distingue lo que existe y lo que no. Quizás me hallo lejos y cerca, de lo que
podría haber sido y de lo que no será, jamás.
Julia J. Echenique es escritora y terapeuta ocupacional
© J.J. Echenique, ProtestanteDigital.com (España, 2010).