Despojarse de lo viejo, del ajado envoltorio que convierte nuestro atuendo en un incómodo corsé que nos impide respirar.
Despojarse de aquello que nos condiciona para poder hacer la voluntad del Padre y nos muestra un camino secundario por el que huir de nuestro propio yo, del punzante dolor clavado en las retinas de tantas historias pasadas que permanecen inalterables en la memoria visual.
Despojarse del atardecer en los acantilados que producen un efecto mortecino sobre quienes desearon vivir un tiempo mejor y sólo recuerdan naufragios.
Renovaos.
El renuevo hace que lo viejo quede descatalogado.
Dios, transformador de vidas, nos enseña a mirar a través de Él. Al hacerlo nuestra percepción cambia, todo se restaura.
Vestíos de misericordia, de benignidad, de mansedumbre.
Embargada de quietud pienso en cómo cambian las cosas cuando las miras filtrándolas por la gracia de Dios. Su forma de ver te enseña a contemplarlo todo de manera muy distinta. Lo elemental y prioritario pasa a un segundo plano, dando preferencia a asuntos que no poseían relevancia alguna.
Quiero que mis ojos sean transformados. Quiero ver la vida a través de los ojos de Dios.
Una mirada limpia, con el brillo ingenuo de los ojos que aún no han percibido la maldad. Una mirada en la que esté impreso el amor y destile amor.
Dejar de ver la mácula, el fallo, el interés retorcido de buscar dobleces. Mirar sin pretender juzgar únicamente potenciando la complicidad de unos ojos prestos a compartir.
Deseo danzar sosegadamente y dejarme llevar por los sones de su voz.
Abrir las ventanas de par en par y permitir que la luz lo inunde todo cegando unos ojos que desean ser perfeccionados.
Deseo mirar a través de Dios para poder ver lo que Él quiere mostrarme.