Las sonrisas postizas son mutaciones que abundan. Se notan por más que los dueños quieran disfrazarlas de autenticas. Una de las tantas funciones que tienen las sonrisas postizas es ocultar la envidia.
Nadie sabe con exactitud cual fue el origen de la envidia, pero corre el rumor de que provienen de tiempos ancestrales. Incluso hay quien asegura que la primera muestra se produjo entre dos hermanos.
Ambos trabajaban para el mismo señor y ninguno compartía gusto por el trabajo del otro. Dicen que uno era el ojito derecho del amo, y el otro se supone que el izquierdo. Eso dicen, como si los ojos no se apreciaran por igual.
Dicen además que un día salieron a dar un paseo juntos por el campo sin rumbo fijo, aunque el rumbo era lo de menos, y sólo volvió uno, el ojito izquierdo.
Cuando el amo le pidió cuentas de donde estaba el otro, mientras contestaba: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”, es ahí donde los expertos ubican el momento exacto, ahí afloró la primera sonrisa postiza que ocultaba la envidia y por ende, el pecado, causante del primer embuste de la historia de la humanidad.
Una sonrisa boba puede ser fruto de la timidez, de querer agradar sanamente al contertulio. Estas no son peligrosas.
Las que asustan son las sonrisas postizas de la hipocresía recalcitrante. A esas hay que temerlas en cuanto se sospecha que están haciendo acto de presencia. No son de fiar porque surgen de los bajos fondos y su dueño, o dueña, las está usando como arma en contra.
Y las armas, o hieren, o matan. Nadie lleva un arma si no es con intención de usarla, si no por aquí, por allá.
Los dueños de sonrisas postizas están orgullosos de ellas, las ensayan cada mañana ante el espejo, y cínicamente la exhiben. De esta manera el risueño engorda en orgullo lo que usted, si se despista, adelgaza al recibir su destello, porque son cosa perversa disfrazada de benevolencia.
Lo bueno de la sonrisa postiza es que si usted no quiere ser de esta calaña, no se la pone, y de esta manera evita tener ardores de conciencia más tarde.
Las sonrisas postizas se piratean constantemente y cada día, al despertar, se puede elegir una de distinta pose.
Así puede encontrarse un amanecer a un amigo que antes lucía sonrisa auténtica y al día siguiente verle con una boca que da susto. Son baratas, pero como todo lo falso, vienen en mal estado.
A sonrisas así la mejor solución es enseñarle los dientes de la verdad. Pero si no tiene más remedio que permanecer enjuto ante una de ellas, esquívela telepáticamente tan educadamente como pueda. De no hacerlo, estará perdido ya que puede llevarle de la mano hasta la trampa.
He oído decir que la mejor manera de disimular la envidia lo saben las quijadas. Y hay quijadas que matan, recuerden.
Las hay tan sofisticadas y tan postizas que se acompañan de besos. Como el que Judas estampó sonriendo postizamente en la cara de Jesús para entregarlo. Jesús tampoco se lo tragó, pero esa es otra historia.
Nadie sabe con exactitud cual fue el origen de la envidia, pero corre el rumor de que provienen de tiempos ancestrales. Incluso hay quien asegura que la primera muestra se produjo entre dos hermanos.
Ambos trabajaban para el mismo señor y ninguno compartía gusto por el trabajo del otro. Dicen que uno era el ojito derecho del amo, y el otro se supone que el izquierdo. Eso dicen, como si los ojos no se apreciaran por igual.
Dicen además que un día salieron a dar un paseo juntos por el campo sin rumbo fijo, aunque el rumbo era lo de menos, y sólo volvió uno, el ojito izquierdo.
Cuando el amo le pidió cuentas de donde estaba el otro, mientras contestaba: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”, es ahí donde los expertos ubican el momento exacto, ahí afloró la primera sonrisa postiza que ocultaba la envidia y por ende, el pecado, causante del primer embuste de la historia de la humanidad.
Una sonrisa boba puede ser fruto de la timidez, de querer agradar sanamente al contertulio. Estas no son peligrosas.
Las que asustan son las sonrisas postizas de la hipocresía recalcitrante. A esas hay que temerlas en cuanto se sospecha que están haciendo acto de presencia. No son de fiar porque surgen de los bajos fondos y su dueño, o dueña, las está usando como arma en contra.
Y las armas, o hieren, o matan. Nadie lleva un arma si no es con intención de usarla, si no por aquí, por allá.
Los dueños de sonrisas postizas están orgullosos de ellas, las ensayan cada mañana ante el espejo, y cínicamente la exhiben. De esta manera el risueño engorda en orgullo lo que usted, si se despista, adelgaza al recibir su destello, porque son cosa perversa disfrazada de benevolencia.
Lo bueno de la sonrisa postiza es que si usted no quiere ser de esta calaña, no se la pone, y de esta manera evita tener ardores de conciencia más tarde.
Las sonrisas postizas se piratean constantemente y cada día, al despertar, se puede elegir una de distinta pose.
Así puede encontrarse un amanecer a un amigo que antes lucía sonrisa auténtica y al día siguiente verle con una boca que da susto. Son baratas, pero como todo lo falso, vienen en mal estado.
A sonrisas así la mejor solución es enseñarle los dientes de la verdad. Pero si no tiene más remedio que permanecer enjuto ante una de ellas, esquívela telepáticamente tan educadamente como pueda. De no hacerlo, estará perdido ya que puede llevarle de la mano hasta la trampa.
He oído decir que la mejor manera de disimular la envidia lo saben las quijadas. Y hay quijadas que matan, recuerden.
Las hay tan sofisticadas y tan postizas que se acompañan de besos. Como el que Judas estampó sonriendo postizamente en la cara de Jesús para entregarlo. Jesús tampoco se lo tragó, pero esa es otra historia.