"Cuando las relaciones de convivencia se ponen en términos de derechos y obligaciones, los hombres se abren inmediatamente al mundo de los valores espirituales, cuales son la verdad, la justicia, el amor, la libertad y toman conciencia de ser miembros del mundo"
(Juan XXIII, Pacem in Terris, n.19).
Cuando nos preguntamos acerca de nuestro papel como educadores, también nos estamos preguntando acerca de un proyecto de sociedad futura, para la cual debemos preparar a nuestros jóvenes. Educar quiere necesariamente decir tener algún proyecto futuro desde el presente y desde los errores y los aciertos del pasado.
Una de las preocupaciones de los educadores y de los forjadores activos de una nueva sociedad, después de las dramáticas experiencias de las dos guerras mundiales, ha sido fomentar la apertura a formas distintas de cultura.
En mi niñez y adolescencia tuve la firme impresión de que debía aprender a superar los obstáculos implicados en una concepción restrictiva de nación, origen de los terribles enfrentamientos de las dos guerras mundiales, y que a mi generación le tocaba la tarea de concretar un mundo más amplio y más ‘inclusivo’.
En Europa, pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, sobre la base de esta nueva mentalidad, se empezaba a gestar lo que hoy es una realidad bajo muchos aspectos: la Unión Europea.
A nivel internacional se percibía un papel cada vez más importante de la ONU y se daba un gran espacio en las escuelas a las iniciativas que ponían en contacto entre sí a niños y jóvenes de distintas culturas y tradiciones.
En este mismo sentido, en el ámbito religioso, se hablaba cada vez con más decisión de ‘ecumenismo’, (ocasionalmente, también lamentablemente confundido con sincretismo religioso), para buscar coincidir en la verdad común, eliminando las barreras entre las personas.
El resultado de este proyecto inclusivo debía ser la integración de los seres humanos, más allá de las diferencias étnicas, religiosas o políticas. El ingrediente fundamental parecía ser la tolerancia, convertida en el único valor transcultural que se pudiera formular.
Más allá de la tolerancia pasiva
Puede ser que, en el ámbito cultural y académico en el que me muevo, se haya avanzado realmente en el sentido de la tolerancia, y noto en mis alumnos, tanto secundarios como universitarios, una buena disposición para admitir como válidas, costumbres distintas a las propias, y para suspender el juicio de valor frente a formas culturales ajenas.
Pero no puedo no señalar algunas dificultades nuevas que todavía impiden ese crecimiento hacia una sociedad realmente inclusiva y fraterna. Voy a analizar aquí brevemente dos tipos distintos de dificultades:
1) La falta de conciencia acerca de discriminaciones indebidas sobre lo social;
2) La versión pasiva de la tolerancia, que es la indiferencia.
La primera actitud se manifiesta en cierta terminología (‘gronchos’ y ‘conchetos’, etc.) que manifiesta y consolida una división peligrosa en el seno mismo de la sociedad.
Se trata de prejuicios que la costumbre hace que se deslicen casi sin que uno se dé cuenta en el modo de hablar y quizás también de pensar. Sin embargo, no hay que dudar en intervenir con decisión, eliminando de las expresiones, pero sobre todo del corazón, cualquier alusión prejuiciosa e injusta hacia los demás. El segundo paso es trabajar en proyectos solidarios, que no solo ponen en contacto a los jóvenes entre sí, sino que también les muestran su propia capacidad de intervención activa en la sociedad.
En cuanto a la versión pasiva de la tolerancia, es interesante citar la opinión de un literato norteamericano, Allan Bloom, que en su libro The Closing of The American Mind (traducido como El cierre de la mente moderna, 1987), analiza la mentalidad común de sus estudiantes. Éstos, cualquiera sea su preparación cultural previa, traen como ‘ajuar’ educativo la firme convicción de que toda opinión es equivalente a cualquier otra, y, siendo siempre manifestación de lo subjetivo y arbitrario, carente de interés. El resultado de esta ‘certeza’ no es el compromiso con el otro o a favor del otro, sino una total y absoluta indiferencia, como si los males del mundo y las injusticias padecidas por algunos miembros de la humanidad fueran también una cuestión de gustos.
Es interesante citar también, a este respecto, la "Declaración de México" (del 8 de septiembre 2000) de la Fundación Interamericana "Ciencia y Vida", que se expresa en los siguientes términos: "La cultura que emana del siglo XX ha exaltado el protagonismo del individuo. De cara al milenio que ahora se inicia, se hace necesario subrayar también la vinculación entre todos los habitantes del planeta: los del norte con los del sur, los de una familia con otra, los lazos que unen y construyen países. En esta tarea se ha de otorgar protagonismo a la sociedad civil"; y advierte al respecto que "uno de los problemas más graves del mundo contemporáneo es la exclusión". "El siglo XX – señala la declaración – nos deja la memoria de las guerras más mortíferas, de las fronteras más rígidas y, sobre todo, nos deja la triste herencia de una persecución nunca antes realizada contra ningún grupo humano: la efectuada contra los niños no nacidos a través del aborto".
Estas afirmaciones ayudan a superar la tendencia individualista de la cultura contemporánea, enfocando la atención a los vínculos intersubjetivos, componentes innegables de nuestra humanidad.
Simone Weil
, interesante e inquietante pensadora y protagonista del siglo XX, afirmó con audacia que la noción de ‘obligación’ – como anterior y fundamento de la de ‘derecho’– define al ser humano. De este modo, ‘ser humano’ consiste en primer lugar en reconocer la humanidad del otro.
Será entonces en este sentido que, como educadores, deberemos proceder a crear lazos fraternos entre las personas:
- favoreciendo el conocimiento y la valoración del otro;
- desarrollando la conciencia de la obligación para con los otros;
- fomentando conductas comprometidas con el otro y con la comunidad;
- promoviendo actitudes de inclusión basadas en el interés por el otro;
- estimulando la realización de proyectos solidarios.
Evidentemente, la eficacia de estas líneas educativas depende también de la autenticidad de nuestro compromiso personal, tanto con los propios hijos como con los alumnos y demás miembros de nuestra sociedad; no se puede educar sin auto educarse continuamente; no puede haber jóvenes comprometidos activamente para la justicia y la paz, si no hay adultos que asuman su papel de tales.