Se deshacen las manos en agitado movimiento.
Vuelan las palabras y arrebatadas por la sal gritan
en un sórdido monólogo de adioses.
Ha llegado la hora pero aún no están preparados para verle marchar.
Suena una lejana canción, recordando músicas que un día tuvieron
su lugar en los corazones que hoy se desvanecen en un prolongado
dolor callado.
Fingen dureza, pero salpican sus miradas la congoja que se fragua,
que agazapada se vuelve huidiza para brotar con gemidos en la
soledad de la noche.
Nunca se está preparado para el gran viaje, y aunque se suelen hacer ensayos,
una vez llegado el momento se suman la impotencia y el dolor, la incertidumbre y el cansancio.
Hay que ser fuerte, alzan las manos y entornando el corazón hacen acopio de valor.
Sonríen, ya se va. Alguien les enseña a hacerlo y sin saber como
sonríen mientras se aleja el alma amiga camino de lo eterno.
Ver partir a los seres queridos es atravesar un oscuro pasadizo. Por muchas palabras que viertan en tus oídos atusando tus temores y advirtiéndote sobre lo que va a ocurrir, una vez llegado el momento de la despedida todos tenemos la sensación de estar incapacitados para ello.
Recuerdas el trayecto recorrido, el instante preciso y precioso en el que comprendiste que esa persona formaba parte de ti, de tu mundo. Pasan ante tus ojos infinidad de imágenes que te llevan a evocar momentos entrañables, instantáneas nítidas que te envuelven con un halo de nostalgia y una carga inefable de ternura.
A veces, con suma tristeza, te despides del amigo sin estar segura de haber aportado tu dosis evangelizadora en su vida. Desconoces hasta qué punto ese ser que abandona el plano terrenal ha tenido o no un encuentro con Dios. Otras, en cambio, asumes con pesarosa alegría ese tránsito de muerte a vida. Sabes que la persona a la cual dices adiós tuvo su gran momento, su encuentro personal con el Padre. Descansas un tanto aliviada al saber que ya está gozando de vida eterna.
Aun así, las despedidas para siempre resultan sumamente tristes. Enmudecen los labios incapaces de expresar lo que se agita con dolor dentro del alma. Se silencian las palabras ataviándose de cilicio. La muerte sigue produciéndonos ese triste sentimiento de pérdida.
Alzamos metafóricamente una mano agitándola en forma de despedida. Las lágrimas se mezclan con el desconsuelo en un fingido amago de complicidad. Sabes que eres egoísta al sentir ese profundo pesar, pero entiendes que estás hecha de carne y sangre, simplemente humana, por ello sin remilgos y sabiendo que Dios respeta tu duelo, acometes contra el viento de la rutina y la normalizad esgrimiendo tu dolor.
La muerte nos sigue pareciendo fría.
Vuelan las palabras y arrebatadas por la sal gritan
en un sórdido monólogo de adioses.
Ha llegado la hora pero aún no están preparados para verle marchar.
Suena una lejana canción, recordando músicas que un día tuvieron
su lugar en los corazones que hoy se desvanecen en un prolongado
dolor callado.
Fingen dureza, pero salpican sus miradas la congoja que se fragua,
que agazapada se vuelve huidiza para brotar con gemidos en la
soledad de la noche.
Nunca se está preparado para el gran viaje, y aunque se suelen hacer ensayos,
una vez llegado el momento se suman la impotencia y el dolor, la incertidumbre y el cansancio.
Hay que ser fuerte, alzan las manos y entornando el corazón hacen acopio de valor.
Sonríen, ya se va. Alguien les enseña a hacerlo y sin saber como
sonríen mientras se aleja el alma amiga camino de lo eterno.
Ver partir a los seres queridos es atravesar un oscuro pasadizo. Por muchas palabras que viertan en tus oídos atusando tus temores y advirtiéndote sobre lo que va a ocurrir, una vez llegado el momento de la despedida todos tenemos la sensación de estar incapacitados para ello.
Recuerdas el trayecto recorrido, el instante preciso y precioso en el que comprendiste que esa persona formaba parte de ti, de tu mundo. Pasan ante tus ojos infinidad de imágenes que te llevan a evocar momentos entrañables, instantáneas nítidas que te envuelven con un halo de nostalgia y una carga inefable de ternura.
A veces, con suma tristeza, te despides del amigo sin estar segura de haber aportado tu dosis evangelizadora en su vida. Desconoces hasta qué punto ese ser que abandona el plano terrenal ha tenido o no un encuentro con Dios. Otras, en cambio, asumes con pesarosa alegría ese tránsito de muerte a vida. Sabes que la persona a la cual dices adiós tuvo su gran momento, su encuentro personal con el Padre. Descansas un tanto aliviada al saber que ya está gozando de vida eterna.
Aun así, las despedidas para siempre resultan sumamente tristes. Enmudecen los labios incapaces de expresar lo que se agita con dolor dentro del alma. Se silencian las palabras ataviándose de cilicio. La muerte sigue produciéndonos ese triste sentimiento de pérdida.
Alzamos metafóricamente una mano agitándola en forma de despedida. Las lágrimas se mezclan con el desconsuelo en un fingido amago de complicidad. Sabes que eres egoísta al sentir ese profundo pesar, pero entiendes que estás hecha de carne y sangre, simplemente humana, por ello sin remilgos y sabiendo que Dios respeta tu duelo, acometes contra el viento de la rutina y la normalizad esgrimiendo tu dolor.
La muerte nos sigue pareciendo fría.