En el año 1900 la velocidad máxima a la que se llegaba en la mayoría de las ciudades de América no excedía los veinte kilómetros por hora; el edificio más alto del mundo era la Torre Eiffel; no se habían descubierto aún la insulina, ni el plutonio ni los antibióticos; y no había cinta adhesiva, ni crucigramas ni Día de la Madre.
En el año 1900, aun en los países más desarrollados de América, la mayoría de las personas morían antes de cumplir los cuarenta y siete años, principalmente de pulmonía, de la gripe, de tuberculosis y de diarrea; el 90% de los médicos no tenía estudios universitarios sino que asistían a colegios de medicina, muchos de los cuales se consideraba que eran de calidad inferior; y sólo el 6% de la población general se había graduado de la escuela secundaria.
En el año 1900 en los países que disfrutaban de los mayores avances científicos las mujeres se lavaban el cabello una vez al mes, y eso que con bórax o yemas de huevo, el 95% de los partos los tenían en sus hogares, y sólo el 8% de las viviendas tenía teléfono. En esos mismos países algunas autoridades médicas afirmaban que las costureras profesionales estaban sujetas a la excitación sexual a causa del ritmo constante, hora tras hora, de los pedales de la máquina de coser. Para contrarrestar esos posibles efectos, recomendaban que se les echara bromuro de potasio en los vasos de agua que tomaban, pues se consideraba que este sedante reducía el deseo sexual. La marihuana, la heroína y la morfina se podían comprar sin receta en todas las farmacias. Un farmacéutico hasta alegaba que la heroína eliminaba la grasa del cutis, agudizaba la mente, regularizaba las funciones digestivas, y que era, en efecto, una protectora perfecta de la salud.
Todo esto nos lleva a reflexionar sobre lo mucho que hemos progresado desde el año 1900... a no ser que nuestro criterio sea la moral en vez de la ciencia. Porque si se trata del desarrollo moral y no sólo intelectual, o de las relaciones humanas y no simplemente sexuales, entonces realmente no hemos progresado nada. Es más, pudiéramos concluir que vamos de mal en peor. En lugar de practicar la moderación, hemos abusado de los conocimientos y las sustancias que Dios dispuso para nuestro bien. De ahí las trágicas consecuencias que hemos provocado: el holocausto de la soberbia racial, el fratricidio de las guerras mundiales y la «limpieza étnica» sin cuartel, la esclavitud moderna de las drogas y del alcohol, el infanticidio que es el aborto por conveniencia, y la plaga posmoderna que es el SIDA, fruto de la obsesión por el placer sexual cuasi-animal, a toda costa.
Ya es hora de que dejemos de practicar el suicidio moral. Hoy, más que nunca, necesitamos definir el progreso como lo define Dios, en términos espirituales. Arrepintámonos de nuestra soberbia y de nuestra conducta inmoral, y pidámosle perdón. Sólo así podrá decirse de nosotros que de veras estamos progresando.
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