Cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a éste; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar. Mas cuando fueres convidado, ve y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa (Lucas 14.8-10).
¡Quién iba a pensar que al propio anfitrión del banquete le iban a pedir que ocupara uno de los asientos más alejados de la cabecera de mesa!
Cuando llegué al culto, me lo encontré sentado en la última fila. “¿Y usted” le dije, sorprendido, “qué está haciendo sentado acá?” Llevándose el dedo índice a los labios, me respondió, sotto voce: “¡Shsst! ¡Que tienen visitas!» Yo, bajando la voz, le repliqué: “¿Y qué tiene que ver que tengan visitas con que usted esté sentado acá?” “Es que me han pedido que, solo por hoy, les ceda mi lugar a las visitas. ¡Parece que se trata de gente importante!” “¡No puede ser!” le respondí. “Ya ves que puede ser” me respondió con una voz tranquila y una mirada tierna. Lo dejé para ir a ocupar mi asiento habitual en la cuarta fila.(*)
Pensando que quizás no era más que una broma, me dediqué a observar. Vi a los músicos que afinaban sus instrumentos con todo esmero, al pastor que se movía nervioso de un lado a otro hablando con este y dando instrucciones a aquel y a los feligreses que parecían un poco desorientados por lo que estaba pasando. Los asientos de honor estaban ocupados por dos señores con traje entero y dos damas que los acompañaban y que supuse –como efectivamente resultó ser—eran sus esposas.
Una atmósfera extraña inundaba el salón. No era la parsimonia habitual a la que estábamos acostumbrados domingo a domingo y que siempre nos pareció tan cómoda, tan “como en casa”.
Me acerqué al pastor y le pregunté: “¿Qué está pasando aquí, pastor?” Y me respondió: “Nada, es que le he pedido a Dios que solo por hoy nos ceda su sitio habitual para dárselo a estas visitas que son muy importantes. Me interesa que se lleven una buena impresión de nosotros así es que hemos preparado algo muy especial para ellos”. “¿Ha hecho usted eso?” le pregunté, extrañado. “Sí”, me dijo, “pero no se preocupe; como le digo, es solo por hoy. Y Dios no se ha negado” dicho lo cual, dándome una palmadita en el hombro salió presuroso para hablar con el director del coro. Volví a mi asiento pensando en lo que había oído y recordando la famosa frase [atribuida a Don Quijote]: “Cosas veredes, querido Sancho”.
Cuando se dio inicio al culto, empecé a darme cuenta que el arreglo iba en serio. El coro abrió con una canción de lo más contagiosa. Era nada menos que un corrido mexicano con letra cristiana. Pronto, todo el mundo estaba moviendo cuerpo, brazos y manos en alto al ritmo del corrido. El tiempo de alabanzas tomó cuatro himnos más, todos muy bien seleccionados, con melodías muy rítmicas y pegajosas; de esos que la gente gusta cantar a todo pulmón. Me llamó la atención ver que los músicos y cantantes no dejaban de dirigir voz y miradas a las visitas; así es que me dije: “Pocas veces los he visto tocando y cantando con tanto entusiasmo. Se ve que quieren impresionar”.
Dios entretanto, en la última fila, observaba en silencio y con la misma sonrisa que ya le había visto, mientras con los dedos de su mano derecha llevaba el ritmo tamborileando en el respaldar del asiento de adelante.
La presentación que hizo el pastor de su iglesia fue jubilosa. Nombró a los oficiales, los hizo ponerse de pie; nombró a todos los que ostentaban algún cargo, incluso a los que no habían venido funcionando por varios meses, mencionó cada una de las actividades que desarrollaba la iglesia, todo, con un rostro lleno de satisfacción. Al final, media congregación estaba de pie para que los visitantes los vieran. “Tienen que llevarse la mejor impresión de nosotros” había dicho. Y sin duda que estaba logrando su objetivo porque los dos matrimonios que ocupaban “solo por hoy” el sitio que correspondía a Dios daban muestras de estar realmente complacidos.
Me volví para ver la reacción de Dios. Ahí estaba, sentado en el mismo lugar donde lo había encontrado al llegar; la misma sonrisa y la misma mirada; sin embargo, me pareció ver que por la frente lo recorría un cierto aire de preocupación. (O a lo mejor era idea mía.) De pronto, sin embargo, nuestras miradas se encontraron y en esa milésima de segundo, el sitio donde había estado sentado y siguiendo el desarrollo del culto, quedó vacío. Se había ido, con la misma suavidad que había mostrado cuando conversamos. Nadie –salvo yo—pareció darse cuenta de su ausencia. Su sitio vacío era uno más de los muchos que había aquella mañana de domingo. El culto siguió su desarrollo, llegó a su fin y, todos felices, empezamos a salir para volver a nuestras casas. Los visitantes, muy impresionados. El pastor, contento y el director del coro, satisfechísimo. “¿Y Dios?” me pregunté. “Bueno, veremos cómo se irá a sentir el próximo domingo cuando vuelva a ocupar el asiento de honor”.
(*) Si el lector lee con cuidado, verá que mientras Dios tutea al creyente que le habla, éste lo trata respetuosamente de usted, que no es la forma habitual que usamos cuando nos dirigimos a Él orando. Este detalle no deja de tener su peculiaridad. A nosotros nuestros padres —y nosotros a nuestros hijos y éstos a los suyos— nos enseñaron a tratarlos de usted; sin embargo, cuando oramos, a Dios lo tuteamos, usando el estilo que muchas otras familias hispanas aplican en sus casos. Para ser consecuente con mi estilo, yo debería tratarlo de usted como lo hacen mis hijos y nietos pero pareciera que entre Dios y yo hay cierta “familiaridad espiritual” que, entre los humanos parece no pasar de ser una “familiaridad afectiva”.