Las noticias cada vez más frecuentes sobre la intolerancia religiosa, asesinato de misioneros, quema de iglesias, ataque a comunidades cristianas, han devuelto a un primer plano una cuestión que parecía pertenecer al pasado atávico de los pueblos, la persecución por motivos religiosos, el martirio, la muerte violenta por el testimonio de fe cristiana. Creíamos haber enterrado para siempre la intolerancia y el fanatismo religioso que llevan a la persecución y eliminación de los que no aceptan el credo oficial, pero nos equivocamos. Los demonios exorcizados del pasado reaparecen con nueva fuerza, nuevos argumentos y nuevo ropaje, con nuevos motivos y razones. La verdad es que no nos abandonaron nunca, ni han cambiado tanto.
El siglo XX de nuestros amores, de avance científico, de viajes interplanetarios, de aldea global, de derechos humanos, de experimentos sociales y pensamiento libre y libertad religiosa, se saldó con el espantoso saldo de miles, millones de personas que perdieron su vida por motivos religiosos. Primero fue el comunismo ateo el que clausuró iglesias, encerró, torturó y asesinó a miles de creyentes. Después, por motivos nacionalistas, comunidades enteras fueron masacradas por pertenecer a otra fe; preludio de los fundamentalísimos e integrísimos modernos, con el islam a la cabeza, sin olvidar el hinduismo tradicional. “Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires… Es un testimonio que no hay que olvidar”.
El cristianismo, que llevaba años luchando por la liberación de los pueblos y por la emancipación de la conciencia, se da cuenta de que tiene que volver a armarse con la idea de la denuncia profética, pero sin olvidar que la suerte del profeta corre a menudo pareja de la del mártir. Hoy se impone, con toda claridad, una teología del martirio, una teología del sacrificio a la luz del Evangelio y de la situación presente. La historia de las misiones modernas ha vuelto a recordar que, una vez más, la sangre de los mártires es la semilla de los nuevos cristianos. Es como si el espíritu humano no estuviera dispuesto a aceptar una creencia nueva sino hasta comprobar su resistencia en las débiles carnes del propio predicador, antes que en la consistencia de su doctrina y argumentos.
Pero no son los individuos los que obedecen a esa paradójica dialéctica: oposición rechazo aceptación, creyendo que se puede completar el ciclo en un solo plazo existencial. Son las generaciones. A veces es preciso que la generación “rebelde” muera agotada en el desierto del resentimiento antes de que surja la generación de la aceptación gozosa.
El cristianismo nació al pie de una cruz, de la sangre y del agua que manaban del costado de Cristo, y creció y se extendió bajo la sombra de esa cruz y de esa agua. De esa muerte y de esa vida. De esa muerte que es vida y de esa vida que es muerte. Ni en los tiempos de calma está la Iglesia libre de tormentas. El mundo, torturado por sus contradicciones internas y perseguido por sus propios fantasmas se ceba en los pobres y los débiles que no tienen me- dios ni posibilidad de defensa. Son las potencias demoníacas de la historia las que convierten a un Herodes en asesino de niños inocentes y emperadores y gobernantes en sacerdotes de un rito macabro: el sacrificio de los cristianos en honor de los dioses patrios.
Tomado de Mártires y Perseguidores por Alfonso Ropeo 2010. Usado con permiso de Editorial Clie.