Tendríamos que comenzar diciendo que era el peor día de su vida, y además de eso, era el último sin ninguna duda. Había caído tan bajo que el lugar que los demás prepararon para él fue una cruz. Tenía que pagar por sus erroresy ¡había sido declarado maldito! Sólo los mayores criminales morían en una cruz para ser expuestos delante de todos como la escoria de la humanidad. La historia nos recuerda que hasta los propios familiares abandonaban a los crucificados, porque nadie quería que se le asociase con una persona maldita. La verdad es que el castigo personal, social y espiritual del crucificado era, con mucho, superior al sufrimiento físico.
Condenado por todos, el final era absolutamente terrible: algunos llegaban a pensar que era peor que el infierno mismo. Veían como le colocaban el motivo de su castigo en una tablilla encima de la cruz, para que todos pudieran leerlo. Casi nunca se colocaba el nombre del crucificado, porque todos asumían que su condena había borrado por completo cualquier mínimo vestigio de su humanidad.
Pero para aquel crucificado todo fue diferente desde el mismo momento en el que su historia quedó registrada por un médico-historiador: “Uno de los malhechores que estaban colgados allí le lanzaba inultos, diciendo: ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! Pero el otro le contestó, y reprendiéndole, dijo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena? Y nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, Acuérdate de mi cuando vengas en tu reino (como rey). Entonces Él le dijo: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:39-43)
La historia no iba a recordarle a él, sino al que estaba muriendo a su lado, pero él nunca había visto nada igual, ¡No podía salir de su asombro! Pareciera que le hubieran colocado a pocos centímetros de alguien absolutamente extraordinario, ¿Y no lo era realmente? ¿Podría una persona común y corriente hacer lo que él hizo? Lo único que conocía de quién sufría la misma condena que él era la razón de su crucifixión. Le habían colocado un cartel que decía “Jesús nazareno, rey de los judíos” y desde el mismo momento que le colgaron no podía dejar de preguntarse: ¿Rey? ¿Un rey crucificado? ¿Qué tipo de rey permite que le condenen?
Las dudas crecían en él cada momento que pasaba. La incomprensión más absoluta llenó su razón y el asombro le mantenía perplejo en medio de su sufrimiento¡Supo que el que habían proclamado como rey de los judíos se había “dejado” crucificar! Y mucho más que eso, ¡Oyó como perdonaba a todos los que lo estaban haciendo! ¡Le observó dirigiéndose a Dios como si fuera su Padre! ¡Vio cómo se preocupaba por uno de sus seguidores y por su madre!
Pero sobre todo, más que ninguna otra cosa, le asombraba que soportara cada burla, cada desprecio, cada herida, cada dolor sumido en la más profunda indefensión. Como si todas las burlas fueran suyas, como si todos los desprecios le pertenecieran; cómo si todas las heridas y el dolor de todo el mundo fueran crucificados con Él!
Muchos le gritaban: “Sálvate a ti mismo” , y de alguna manera el crucificado comprendió que justo eso es lo que no debía hacer, porque así no le habría salvado a él (¡Y a nosotros!) porque fue el único que no se lo pidió. ¡El único que no le dijo a aquel rey que se salvara de una vez, que se bajara de la cruz! Quizás él, que siempre había sido considerado como un ignorante por muchos, comprendió lo que los sabios jamás habían entendido. De alguna manera entendió que quién estaba muriendo a su lado no sólo era alguien extraordinario ¡Era el Mesías!
Todos se burlaban de Jesús afirmando que era un farsante, le pidieron que bajara de la cruz, meneaban la cabeza haciendo bromas a su costa, gritaron contra Él con la furia de una deslealtad envidiosa y cruel… Le señalaron como maldito porque querían acabar con Él. ¡Todos, menos uno!
Un asesino le defendió.
“Nosotros estamos en la misma condenación que Él, ¡Y Él es Dios!” y aún se atrevió a decir algo más. Quizás le parecía muy arrogante su petición, pero viendo la ternura con la que el Mesías había tratado a los traidores, confió toda su vida en una sola petición. No estaba pidiendo clemencia, sino abrigo.
“Acuérdate de mí”. Sabía que un solo recuerdo de Dios es capaz de transformar nuestra vida por completo.
“Sé que lo que estás sufriendo es temporal… Tu no mereces estar aquí, Sé que eres el Rey ¡Recuérdame cuando vengas en tu reino, no a sufrir como ahora condenado por mí, sino cuando vuelvas para ser proclamado Rey!”
El era un terrorista que nunca había admitido estar bajo la autoridad de nadie. Luchaba por lo que creía justo sí, pero jamás admitió que ningún otro le dijera lo que tenía que hacer. Y si había que quitarle la vida a quién se pusiera por en medio, no dudaba en hacerlo. Ahora, en el último momento de su vida, cuando había perdido absolutamente todas sus batallas, entrega públicamente lo poco que le queda a un rey. El único que realmente se lo merecía.
Eso fue precisamente lo que le impresionó a él… y a nosotros. El motivo del castigo del Señor, de su maldición y su culpa, era lo que Pilato había mandado escribir en lo más alto de la cruz: “El rey de los judíos”
Todos le echaron en cara lo que había hecho porque nadie aceptaba al Señor como Rey.
Pero era el cartel más real y más paradójico de la historia, una definición contradictoria en sí misma. Los que amaban al Señor no fueron capaces de comprender que él iba a la cruz voluntariamente y en ese momento no le reconocían como rey. Los que le acusaron falsamente y lo llevaron a la cruz mucho menos porque ¡Ser el rey de los judíos era precisamente uno de los motivos de su condena!
El gobernador romano lo escribió porque creyó que era la mejor definición que se le podía dar al reo en aquel momento. Dios Padre lo permitió, porque era el Rey con mayúsculas el que estaba entregando su vida por amor a todos, a los que le amaban y a los que le despreciaban.
El malhechor colgado en una cruz a poco más de un metro de distancia de su Creador fue el único que lo creyó. Empeñó, no sólo su corazón sino también toda su vida en el significado de esa frase: “Acuérdate de mi; ahora estamos juntos y sufrimos el mismo sufrimiento y la misma muerte, pero sé que para ti todo esto es pasajero, ¡sé que un día volverás como Rey!”
Lo que los discípulos no fueron capaces de entender después de tres años escuchando al Maestro, lo comprendió aquel crucificado en pocos minutos. Lo que los principales de los escribas, sacerdotes y maestros de la ley jamás fueron capaces de reconocer después de haber visto infinidad de milagros y prodigios realizados por el Hijo de Dios, lo descubrió un reo de muerte en pocos momentos. La enseñanza que la multitud había escuchado en innumerables ocasiones mientras comían abundantemente como fruto de un milagro, pero que nunca lograron abrazar, la hizo suya aquel asesino sin haber visto absolutamente nada extraordinario.
Sí, el primer “fruto” de la muerte del Salvador fue alguien cuya vida era un auténtico desastre, alguien que jamás había tenido ideas religiosas ni había visto ningún milagro, pero que descubrió que quien estaba en la cruz, condenado igual que él, era el mismo Hijo de Dios.
¡Antes que ninguna otra persona! Todavía el Señor no había entregado su vida por nosotros, ni había sufrido el desamparo del Padre; ni tampoco había pronunciado el grito más cruel y feliz de la historia: “Consumado es”, cuando el criminal ya le había recibido en su vida como el Rey. Creyó que era el único Rey, que moría como el Rey aunque nadie pudiese entenderlo… ¡Y que volvería a la tierra como Rey!
Cuando el Señor regresó al cielo después de entregar su vida y vencer a la muerte los ángeles y las huestes celestiales le aclamaron; y ¡Seguro! “abrieron sus ojos” llenos de admiración y asombro al ver lo que el Hijo de Dios había hecho… pero no llegó solo. Traía a otro crucificado junto a Él.
Si, ya sé que estoy hablando de una manera figurada y te pido perdón por ello, pero recuerda que el mismo Rey de cielos y tierra fue quién le prometió que ese mismo día estaría con Él en el paraíso. Y las promesas de Dios se cumplen siempre. No sé cómo serían los detalles, pero sí estoy absolutamente seguro que el Salvador cumplió su palabra.
Déjame decirte un último detalle, porque a veces la vida de algunas personas parece ser un auténtico desastre: Quizás nunca has tenido demasiadas ideas religiosas ni te interesaste por predicaciones, milagros o cosas parecidas ¡No te preocupes! Tienes las cualidades perfectas para mirar a tu lado y ver que el Hijo de Dios está tan cerca de ti que puedes conversar con Él. Tu vida tiene sentido para Él. Si sólo te queda tiempo para pedirle que te recuerde, hazlo ¡Ya!
No creas que aún te quedan muchos días como para preocuparte de esas cosas, porque esa es la peor mentira que has dejado que entre en tu corazón por mucho tiempo. Pídele que te recuerde ¡ya! No dejes pasar un minuto más. Dios hace que nuestra vida sea un pedazo de cielo incluso aquí, a pesar de todas las circunstancias. Su memoria es infinita. Sus ansias de restaurar vidas son eternas. Su mirada salvadora llega a cualquier rincón del mundo, incluso hasta lo más profundo del corazón más solitario o rebelde.
El Señor Jesús es especialista en restaurarlo todo, así que cuando creas que estás en el peor día de tu vida, en un momento te encontrarás no en un hoyo bajo tierra, sino en un paraíso sobre ella. Algunos creerán que te has muerto, pero estarás más vivo que nunca. Muchos dirán que lo has dejado todo, pero la realidad es que tendrás contigo lo que jamás podrás perder. A alguien se le ocurrirá hablar en tu entierro sobre la soledad de los muertos mientras miles de ángeles y millones de héroes de la fe te reciben con los brazos abiertos.
Y sobre todas las cosas verás resplandecer el rostro de tu mejor Amigo en una sonrisa eterna, mientras sus palabras se graban en tu corazón para siempre: “Te dije que estarías conmigo en el paraíso, ¿Lo recuerdas?”
Condenado por todos, el final era absolutamente terrible: algunos llegaban a pensar que era peor que el infierno mismo. Veían como le colocaban el motivo de su castigo en una tablilla encima de la cruz, para que todos pudieran leerlo. Casi nunca se colocaba el nombre del crucificado, porque todos asumían que su condena había borrado por completo cualquier mínimo vestigio de su humanidad.
Pero para aquel crucificado todo fue diferente desde el mismo momento en el que su historia quedó registrada por un médico-historiador: “Uno de los malhechores que estaban colgados allí le lanzaba inultos, diciendo: ¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! Pero el otro le contestó, y reprendiéndole, dijo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena? Y nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, Acuérdate de mi cuando vengas en tu reino (como rey). Entonces Él le dijo: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:39-43)
La historia no iba a recordarle a él, sino al que estaba muriendo a su lado, pero él nunca había visto nada igual, ¡No podía salir de su asombro! Pareciera que le hubieran colocado a pocos centímetros de alguien absolutamente extraordinario, ¿Y no lo era realmente? ¿Podría una persona común y corriente hacer lo que él hizo? Lo único que conocía de quién sufría la misma condena que él era la razón de su crucifixión. Le habían colocado un cartel que decía “Jesús nazareno, rey de los judíos” y desde el mismo momento que le colgaron no podía dejar de preguntarse: ¿Rey? ¿Un rey crucificado? ¿Qué tipo de rey permite que le condenen?
Las dudas crecían en él cada momento que pasaba. La incomprensión más absoluta llenó su razón y el asombro le mantenía perplejo en medio de su sufrimiento¡Supo que el que habían proclamado como rey de los judíos se había “dejado” crucificar! Y mucho más que eso, ¡Oyó como perdonaba a todos los que lo estaban haciendo! ¡Le observó dirigiéndose a Dios como si fuera su Padre! ¡Vio cómo se preocupaba por uno de sus seguidores y por su madre!
Pero sobre todo, más que ninguna otra cosa, le asombraba que soportara cada burla, cada desprecio, cada herida, cada dolor sumido en la más profunda indefensión. Como si todas las burlas fueran suyas, como si todos los desprecios le pertenecieran; cómo si todas las heridas y el dolor de todo el mundo fueran crucificados con Él!
Muchos le gritaban: “Sálvate a ti mismo” , y de alguna manera el crucificado comprendió que justo eso es lo que no debía hacer, porque así no le habría salvado a él (¡Y a nosotros!) porque fue el único que no se lo pidió. ¡El único que no le dijo a aquel rey que se salvara de una vez, que se bajara de la cruz! Quizás él, que siempre había sido considerado como un ignorante por muchos, comprendió lo que los sabios jamás habían entendido. De alguna manera entendió que quién estaba muriendo a su lado no sólo era alguien extraordinario ¡Era el Mesías!
Todos se burlaban de Jesús afirmando que era un farsante, le pidieron que bajara de la cruz, meneaban la cabeza haciendo bromas a su costa, gritaron contra Él con la furia de una deslealtad envidiosa y cruel… Le señalaron como maldito porque querían acabar con Él. ¡Todos, menos uno!
Un asesino le defendió.
“Nosotros estamos en la misma condenación que Él, ¡Y Él es Dios!” y aún se atrevió a decir algo más. Quizás le parecía muy arrogante su petición, pero viendo la ternura con la que el Mesías había tratado a los traidores, confió toda su vida en una sola petición. No estaba pidiendo clemencia, sino abrigo.
“Acuérdate de mí”. Sabía que un solo recuerdo de Dios es capaz de transformar nuestra vida por completo.
“Sé que lo que estás sufriendo es temporal… Tu no mereces estar aquí, Sé que eres el Rey ¡Recuérdame cuando vengas en tu reino, no a sufrir como ahora condenado por mí, sino cuando vuelvas para ser proclamado Rey!”
El era un terrorista que nunca había admitido estar bajo la autoridad de nadie. Luchaba por lo que creía justo sí, pero jamás admitió que ningún otro le dijera lo que tenía que hacer. Y si había que quitarle la vida a quién se pusiera por en medio, no dudaba en hacerlo. Ahora, en el último momento de su vida, cuando había perdido absolutamente todas sus batallas, entrega públicamente lo poco que le queda a un rey. El único que realmente se lo merecía.
Eso fue precisamente lo que le impresionó a él… y a nosotros. El motivo del castigo del Señor, de su maldición y su culpa, era lo que Pilato había mandado escribir en lo más alto de la cruz: “El rey de los judíos”
Todos le echaron en cara lo que había hecho porque nadie aceptaba al Señor como Rey.
Pero era el cartel más real y más paradójico de la historia, una definición contradictoria en sí misma. Los que amaban al Señor no fueron capaces de comprender que él iba a la cruz voluntariamente y en ese momento no le reconocían como rey. Los que le acusaron falsamente y lo llevaron a la cruz mucho menos porque ¡Ser el rey de los judíos era precisamente uno de los motivos de su condena!
El gobernador romano lo escribió porque creyó que era la mejor definición que se le podía dar al reo en aquel momento. Dios Padre lo permitió, porque era el Rey con mayúsculas el que estaba entregando su vida por amor a todos, a los que le amaban y a los que le despreciaban.
El malhechor colgado en una cruz a poco más de un metro de distancia de su Creador fue el único que lo creyó. Empeñó, no sólo su corazón sino también toda su vida en el significado de esa frase: “Acuérdate de mi; ahora estamos juntos y sufrimos el mismo sufrimiento y la misma muerte, pero sé que para ti todo esto es pasajero, ¡sé que un día volverás como Rey!”
Lo que los discípulos no fueron capaces de entender después de tres años escuchando al Maestro, lo comprendió aquel crucificado en pocos minutos. Lo que los principales de los escribas, sacerdotes y maestros de la ley jamás fueron capaces de reconocer después de haber visto infinidad de milagros y prodigios realizados por el Hijo de Dios, lo descubrió un reo de muerte en pocos momentos. La enseñanza que la multitud había escuchado en innumerables ocasiones mientras comían abundantemente como fruto de un milagro, pero que nunca lograron abrazar, la hizo suya aquel asesino sin haber visto absolutamente nada extraordinario.
Sí, el primer “fruto” de la muerte del Salvador fue alguien cuya vida era un auténtico desastre, alguien que jamás había tenido ideas religiosas ni había visto ningún milagro, pero que descubrió que quien estaba en la cruz, condenado igual que él, era el mismo Hijo de Dios.
¡Antes que ninguna otra persona! Todavía el Señor no había entregado su vida por nosotros, ni había sufrido el desamparo del Padre; ni tampoco había pronunciado el grito más cruel y feliz de la historia: “Consumado es”, cuando el criminal ya le había recibido en su vida como el Rey. Creyó que era el único Rey, que moría como el Rey aunque nadie pudiese entenderlo… ¡Y que volvería a la tierra como Rey!
Cuando el Señor regresó al cielo después de entregar su vida y vencer a la muerte los ángeles y las huestes celestiales le aclamaron; y ¡Seguro! “abrieron sus ojos” llenos de admiración y asombro al ver lo que el Hijo de Dios había hecho… pero no llegó solo. Traía a otro crucificado junto a Él.
Si, ya sé que estoy hablando de una manera figurada y te pido perdón por ello, pero recuerda que el mismo Rey de cielos y tierra fue quién le prometió que ese mismo día estaría con Él en el paraíso. Y las promesas de Dios se cumplen siempre. No sé cómo serían los detalles, pero sí estoy absolutamente seguro que el Salvador cumplió su palabra.
Déjame decirte un último detalle, porque a veces la vida de algunas personas parece ser un auténtico desastre: Quizás nunca has tenido demasiadas ideas religiosas ni te interesaste por predicaciones, milagros o cosas parecidas ¡No te preocupes! Tienes las cualidades perfectas para mirar a tu lado y ver que el Hijo de Dios está tan cerca de ti que puedes conversar con Él. Tu vida tiene sentido para Él. Si sólo te queda tiempo para pedirle que te recuerde, hazlo ¡Ya!
No creas que aún te quedan muchos días como para preocuparte de esas cosas, porque esa es la peor mentira que has dejado que entre en tu corazón por mucho tiempo. Pídele que te recuerde ¡ya! No dejes pasar un minuto más. Dios hace que nuestra vida sea un pedazo de cielo incluso aquí, a pesar de todas las circunstancias. Su memoria es infinita. Sus ansias de restaurar vidas son eternas. Su mirada salvadora llega a cualquier rincón del mundo, incluso hasta lo más profundo del corazón más solitario o rebelde.
El Señor Jesús es especialista en restaurarlo todo, así que cuando creas que estás en el peor día de tu vida, en un momento te encontrarás no en un hoyo bajo tierra, sino en un paraíso sobre ella. Algunos creerán que te has muerto, pero estarás más vivo que nunca. Muchos dirán que lo has dejado todo, pero la realidad es que tendrás contigo lo que jamás podrás perder. A alguien se le ocurrirá hablar en tu entierro sobre la soledad de los muertos mientras miles de ángeles y millones de héroes de la fe te reciben con los brazos abiertos.
Y sobre todas las cosas verás resplandecer el rostro de tu mejor Amigo en una sonrisa eterna, mientras sus palabras se graban en tu corazón para siempre: “Te dije que estarías conmigo en el paraíso, ¿Lo recuerdas?”