Vivimos encadenados en nuestra libertad, solitarios en un universo repleto de vida; nos ahogamos en las ciudades y nos aburrimos en el campo, llevamos dentro de nosotros mismos el hastío, el desinterés por cuanto nos rodea.
En nuestra soledad integral nos hemos convertido en el centro de nosotros mismos. No nos importan otras preocupaciones que no sean las propias. Y desde esa atalaya de negrura interior, cerradas las puertas y ventanas del espíritu, sólo se nos ocurre gritar que el mundo no merece la pena; que el hombre es un asco.
Y tampoco es así. Aún podemos llenar el alma propia de besos, de colores, de flores y de perfumes, de ilusiones y de esperanzas, de sueños y de diarias realidades.Habría que emprender una cruzada para conseguir la integración del solitario. Integración en la individualidad de su propio ser primero; e integración en el entusiasmo colectivo de los que aún se sienten género, no tan solo individuos.
El hombre no ha sido creado para recorrer las estepas de la vida como lobo solitario. Dios lo ha puesto aquí para que llene sus alforjas de humanidad y las vacíe luego en tantos corazones que casi no laten, de marchitos que se sienten. Pero en el principio, lo primero de todo, Dios.
Es el remedio para todas las soledades. Darío Fernández Flores, en un artículo titulado LAS FRONTERAS DE LA SOLEDAD, decía: “Hubo épocas afortunadas –la Edad Media es una de ellas- en las que la compañía de Dios era sentida con tanta autenticidad que compensaba con creces las humanas soledades. Ahora vivimos una sociedad que ha perdido a Dios, que padece la huida de Dios y que trata de aferrarse a sí misma, señalando a sus individuos con su signo social, acudiendo para ello a toda suerte de compromisos.
Esto es verdad, lo dice un español que conocía perfectamente la sociedad en que vivía. Pero también son verdaderas las palabras del salmista: Dios “sacia el alma menesterosa y llena de bien el alma hambrienta” (Salmo 107:9).
Así lo concibió aquel gran escritor italiano que fue Giovanni Papini, convertido de la soledad atea a la vida en Cristo: “En el desierto terrestre –escribe Papini-no hay más que un diálogo posible: el del alma con Dios. Pero hay millones que no saben entenderlo, millones que no lo obedecen, millones que no lo aman. Y no sabiendo hablar con el único que puede comprenderles no pueden ni siquiera hablar con otras almas. El hombre, al rehusar al Eterno Compañero, queda irremisiblemente solo”.
En nuestra soledad integral nos hemos convertido en el centro de nosotros mismos. No nos importan otras preocupaciones que no sean las propias. Y desde esa atalaya de negrura interior, cerradas las puertas y ventanas del espíritu, sólo se nos ocurre gritar que el mundo no merece la pena; que el hombre es un asco.
Y tampoco es así. Aún podemos llenar el alma propia de besos, de colores, de flores y de perfumes, de ilusiones y de esperanzas, de sueños y de diarias realidades.Habría que emprender una cruzada para conseguir la integración del solitario. Integración en la individualidad de su propio ser primero; e integración en el entusiasmo colectivo de los que aún se sienten género, no tan solo individuos.
El hombre no ha sido creado para recorrer las estepas de la vida como lobo solitario. Dios lo ha puesto aquí para que llene sus alforjas de humanidad y las vacíe luego en tantos corazones que casi no laten, de marchitos que se sienten. Pero en el principio, lo primero de todo, Dios.
Es el remedio para todas las soledades. Darío Fernández Flores, en un artículo titulado LAS FRONTERAS DE LA SOLEDAD, decía: “Hubo épocas afortunadas –la Edad Media es una de ellas- en las que la compañía de Dios era sentida con tanta autenticidad que compensaba con creces las humanas soledades. Ahora vivimos una sociedad que ha perdido a Dios, que padece la huida de Dios y que trata de aferrarse a sí misma, señalando a sus individuos con su signo social, acudiendo para ello a toda suerte de compromisos.
Esto es verdad, lo dice un español que conocía perfectamente la sociedad en que vivía. Pero también son verdaderas las palabras del salmista: Dios “sacia el alma menesterosa y llena de bien el alma hambrienta” (Salmo 107:9).
Así lo concibió aquel gran escritor italiano que fue Giovanni Papini, convertido de la soledad atea a la vida en Cristo: “En el desierto terrestre –escribe Papini-no hay más que un diálogo posible: el del alma con Dios. Pero hay millones que no saben entenderlo, millones que no lo obedecen, millones que no lo aman. Y no sabiendo hablar con el único que puede comprenderles no pueden ni siquiera hablar con otras almas. El hombre, al rehusar al Eterno Compañero, queda irremisiblemente solo”.