Mientras guardaba turno en una espesa cola, no pude evitar oír hablar por el móvil a una chica. Comentaba sobre la boda de un amigo y decía más o menos así:
Sí, ya sabes tú como es Fulano, dice que se va a bautizar y que luego se casa, pero que primero se bautiza. Se ha hecho evangélico. Para la boda ya nos avisará, pero tú ya conoces a esta gente que tiene religiones raras, se casan en naves industriales, ellos no tienen iglesias, así que eso ni será boda ni nada, un simple paripé, pero hay que estar allí, chica. Ir hay que ir, ya sabes, pero ni ropa cara ni tacones. Esto nos va a salir tan barato como si fuéramos al campo porque dice que después habrá barbacoa al aire libre. Verás, le he dicho que si quiere, por mí no hay inconveniente en llevar algo de comer, que si no puede pagar la fiesta, entre todos ponemos algo, comemos y ya está...
Mientras oía, imaginaba al novio feliz, ajeno a las críticas. Contento por bautizarse, por contraer matrimonio. Compartiendo con familiares y amigos su nueva vida, sus ilusiones.
No obstante, si en algún momento pasado fue bien considerado, ante su cambio de religión, le habían bajado de estatus (aquello no iba a ser boda ni nada, un simple paripé).
A quien hablaba por teléfono la imaginaba en plena boda sin arreglos, vestida informal, pantalón pirata, botas camperas, sombrero de palma y, como alma caritativa, por si había poca comida, portando una cesta de Mercadona llena de bocadillos y refrescos.
La imaginaba con esa hechura entrando en la fría nave donde se reúnen los evangélicos y disimulé la risa tosiendo tontamente.
Al mismo tiempo reflexionaba sobre nuestras maneras, qué mostramos, cómo lo hacemos, qué ven de nosotros, qué imaginan, qué opinan, cuáles son las conclusiones que sacan.
Cuestionaba nuestras rarezas, esas que no vemos porque con los años se nos han instalado tan dentro que nos ciegan. Nuestras rancias costumbres, esas que no notamos. Nuestros lugares de reunión al que nos acostumbramos como si estuviésemos en nuestra propia casa sin serlo.
Me preguntaba dónde está nuestra sal, cuál es la luz que irradiamos, dónde está la santidad, dónde perdimos la naturalidad, dónde esa cosa que nos tiene que hacer distintos en Jesús en vez de bichos raros socialmente.
Sentí ganas de llorar y no supe contestarme.
Sí, ya sabes tú como es Fulano, dice que se va a bautizar y que luego se casa, pero que primero se bautiza. Se ha hecho evangélico. Para la boda ya nos avisará, pero tú ya conoces a esta gente que tiene religiones raras, se casan en naves industriales, ellos no tienen iglesias, así que eso ni será boda ni nada, un simple paripé, pero hay que estar allí, chica. Ir hay que ir, ya sabes, pero ni ropa cara ni tacones. Esto nos va a salir tan barato como si fuéramos al campo porque dice que después habrá barbacoa al aire libre. Verás, le he dicho que si quiere, por mí no hay inconveniente en llevar algo de comer, que si no puede pagar la fiesta, entre todos ponemos algo, comemos y ya está...
Mientras oía, imaginaba al novio feliz, ajeno a las críticas. Contento por bautizarse, por contraer matrimonio. Compartiendo con familiares y amigos su nueva vida, sus ilusiones.
No obstante, si en algún momento pasado fue bien considerado, ante su cambio de religión, le habían bajado de estatus (aquello no iba a ser boda ni nada, un simple paripé).
A quien hablaba por teléfono la imaginaba en plena boda sin arreglos, vestida informal, pantalón pirata, botas camperas, sombrero de palma y, como alma caritativa, por si había poca comida, portando una cesta de Mercadona llena de bocadillos y refrescos.
La imaginaba con esa hechura entrando en la fría nave donde se reúnen los evangélicos y disimulé la risa tosiendo tontamente.
Al mismo tiempo reflexionaba sobre nuestras maneras, qué mostramos, cómo lo hacemos, qué ven de nosotros, qué imaginan, qué opinan, cuáles son las conclusiones que sacan.
Cuestionaba nuestras rarezas, esas que no vemos porque con los años se nos han instalado tan dentro que nos ciegan. Nuestras rancias costumbres, esas que no notamos. Nuestros lugares de reunión al que nos acostumbramos como si estuviésemos en nuestra propia casa sin serlo.
Me preguntaba dónde está nuestra sal, cuál es la luz que irradiamos, dónde está la santidad, dónde perdimos la naturalidad, dónde esa cosa que nos tiene que hacer distintos en Jesús en vez de bichos raros socialmente.
Sentí ganas de llorar y no supe contestarme.