Son pocos los cristianos que tienen una aproximación crítica hacia la cultura consumista en la que estamos inmersos. Por el contrario, consumir es visto como parte de la bendición de Dios sobre la vida de una persona. Son escasos los que disciernen las necesidades verdaderas de las artificiales, y cuando la gratificación no es inmediata, la frustración, la amargura, el enfriamiento espiritual, la incredulidad y la duda aparecen en la vida de muchos creyentes. Peor aún, la fuente de valía personal y afirmación deja de ser su identidad en Cristo para convertirse en el reconocimiento social que es producto del acceso a esa serie de productos que la publicidad le vende como indispensables para alcanzar su felicidad, tener prestigio y lograr la estima de los demás. Y cuando esto ocurre, entonces se cae en la idolatría, que es mucho más que simplemente arrodillarse ante una estatua, ya que Pablo le llama idolatría precisamente a la avaricia (Efesios 5.5).
El consumismo es la gran religión de nuestro tiempo, provocando ese carácter hipnotizante y obviamente esa fascinación narcotizante. Es la forma más sutil de manipulación. Al igual que «lo santo», produce una atracción irresistible, pero causa una profunda frustración. Y cuando la religiosidad afirma esa mentira promoviendo un evangelio donde la bendición se identifica con la posibilidad de consumir lo que uno quiera, la frustración se convierte en raíz de amargura y desdicha.
El filósofo y sociólogo francés Giles Lipovetsky, en su obra La felicidad paradójica, presenta precisamente el engaño del consumismo. La insatisfacción es directamente proporcional a la oferta consumista de una sociedad. Por otra parte, Sergio Sinay, en su libro El apagón moral, asemeja el proceso a través del cual la sociedad de consumo por medio de la publicidad despersonaliza a la gente convirtiéndola en consumidores compulsivos al otro proceso por el cual los pollos son engordados. Según Sinay, las personas víctimas de consumismo
se asimilan a los pollos, a los cuales, en los criaderos, no se les apaga la luz durante las veinticuatro horas del día, mientras se les sigue incitando a comer, de manera que alcancen lo más pronto posible el peso que los llevará al matadero y de ahí a las góndolas de los supermercados, carnicerías y pollerías. Con una diferencia: esos pobres pollos (víctimas de la sofisticada capacidad humana de someter al martirio a todo ser viviente) no tienen conciencia ni voluntad. De lo contrario, al saber la finalidad de aquello a que se los induce, acaso optarían por la huelga de hambre. Pero los pollos humanos que abarrotan los centros de compras [...] saben perfectamente lo que hacen, cuentan con las herramientas para saberlo e incluso para no hacerlo.17
Los cristianos debemos experimentar una conversión continua. O una conversión en la que los cambios sean permanentes, por medio de los cuales nos vamos liberando precisamente de estas trampas y cepos. El gran teólogo alemán Johann Baptist Metz afirmaba que debemos liberarnos de nuestro consumismo, en el que al final nos consumimos nosotros mismos.
Tomado del libro Libre de la Manipulación, ©2014 por Carlos Mraida (ISBN:978-0-8297-6316-4)