Parábola del puente
Tras una noche de intensa lluvia, el puente que unía el monasterio con el poblado fue arrastrado por las aguas, dejando a los frailes totalmente incomunicados.
Al amanecer, tanto los frailes como la gente del pueblo fueron corriendo a comprobar el desastre. Desde una y otra orilla del río se preguntaban a qué hora había ocurrido, si habían cedido los pilares, o si los troncos que arrastraba el río chocaron contra el puente. Se hacían preguntas, se pedían datos unos a otros, pero nadie sabía responder.
Un grupo de frailes, entretanto, se enzarzaba en una animada conversación dando ideas sobre la construcción de un nuevo puente:
- Debemos construirlo más arriba, hermanos, así estará más protegido
- No, respondió el hermano portero, lo haremos más abajo, así facilitaremos el acceso al monasterio; además se debe construir en madera para mantener la armonía del paisaje
- Ni mucho menos –respondió otro hermano-, déjese de armonías, hay que ser prácticos. Será de piedra, para que sea sólido y no se lo lleve la corriente
Otros frailes que se iban incorporando a la conversación hicieron que la discusión se centrara en quién tenía la obligación moral de reconstruir el puente:
- Evidentemente debe reconstruirlo la gente del pueblo –dijo el hermano sacristán-, para nos distraernos nosotros de nuestras sagradas tareas
- Que ellos traigan y acarreen los materiales, nosotros dirigiremos las obras -dijo con contundencia el hermano ecónomo, mientras apuntaba con el dedo índice hacia el poblado-.
Desde la puerta del monasterio contemplaban el desastre el abad y uno de los frailes más ancianos. Con lágrimas en los ojos se abrazaron, impotentes, ante lo ocurrido
- ¡Cómo siento que el puente se haya roto! – dijo el abad- !Es una lástima! Estábamos a lo nuestro y no queríamos ver que se deterioraba poco a poco. Podíamos haber dejado alguna de nuestras ocupaciones para reparar sus pilares y evitar esta desgracia. Ahora estamos incomunicados
- Sí, padre –respondió el anciano-, hace tiempo que nos lo decían algunas mujeres del pueblo, pero no les hacíamos caso. Ahora siento no haberlas escuchado. Me pregunto si el hecho de habernos quedado de repente tan aislados no será también un signo. Deberíamos tratarlo en la reunión de comunidad.
Poco después, varios frailes comenzaron a sacar del monasterio largos tablones de madera para tender un puente provisional. Desoyeron la voz de un hermano, que, paralizado por el miedo, puso el grito en el cielo al ver que cargaban con algunas estanterías de la biblioteca, las más largas y sólidas, las que eran de madera maciza.
Desde el otro lado del río, la gente del pueblo mostraba su alegría y aplaudía al ver el esfuerzo de los frailes, incluso varios paisanos se ataron con cuerdas y se tiraron al río para facilitar el trabajo de colocar los tablones sobre el resto de los pilares que había quedado en pie. Tras horas de esfuerzo, un puente provisional sacó de su aislamiento al monasterio. La gente del pueblo invitó a los frailes a comer en la aldea, compartiendo, junto con el pan y el vino, la palabra y la fiesta.
Los niños correteaban por el puente, mientras los más ancianos recordaban emocionados la última vez que los frailes habían comido en la aldea, hacía muchos, muchos años; con su palabra y su testimonio volvieron a tejer unos lazos que se habían roto con el paso del tiempo.
Al caer la tarde la fiesta acabó con una pequeña oración, porque tanto los frailes como la gente del pueblo sentían que el nuevo puente se había convertido en un sacramento de la vida y había despertado la necesidad de cuidar otros puentes que se estaban deteriorando en la vida de cada hombre y mujer.
(Marifé Ramos)