Se detienen mis ojos ante una escena, que no por ser repetida resulta común. He vuelto a releer con ávidos ojos ese pasaje en el que Jesús, ceñido de humildad, lava los pies a sus discípulos enseñándoles una hermosa lección.
Cada palabra, cada gesto del maestro, torna las situaciones más prosaicas ofreciéndoles un esplendor que nadie jamás ha logrado otorgar a la trivialidad.
Él tiene entre otras, la cualidad de transformar lo más nimio en un evento colmado de exultante belleza. Esgrimiendo amor atavía lo desnudo, pincelando con maestría un lienzo que ansioso de color necesita de su perfecto don para ser rescatado de una vacua oscuridad.
Enredada en los sucesos diarios, a menudo olvido que he de ceñirme una toalla de fraternidad e inclinarme con humildad para lavar pies. Situarme en el lugar preciso para poder darme cuenta quien soy, y para qué he sido llamada.
Servir para vivir. Vivir sirviendo es el llamado del siervo. Dejar la comodidad de ser servido y tomar las armas que Dios te da tan útiles en el campo del favor.
Cuando aprendemos a mirar de forma introspectiva, descubrimos que cada peldaño en la escalera de la vida tiene su momento y no es bueno ni aconsejable subirlos de dos en dos.
Si mantienes los ojos bien abiertos y te inclinas hacia Dios, observas que Él siempre tiene la respuesta adecuada, la palabra idónea para esculpir en tu alma ese sendero que te conduce al sosiego, a encontrarte a ti mismo en los ojos de los demás.
El ejemplo del maestro ha de ser imitado por nosotros; discípulos contemporáneos.Él nos ha dejado multitud de enseñanzas que poder poner en práctica. Si somos capaces de ejercitar alguna de ellas conseguiremos ser imitadores de Jesús, siervos fieles que han aprendido que lavar pies es a veces la mejor manera de recibir bendición.