De sobra es sabido que, para muchos, quien se sitúa detrás de un púlpito tiene todo el poder. No es esa mi opinión porque de sobra es sabido que, para muchos también, no todo el que se sitúa detrás de un púlpito está capacitado para predicar o enseñar. Simplemente se siente obligado, se encuentra disponible o se ha ofrecido voluntariamente. Por supuesto, que los hay buenos, centrados y responsables, pero no es a ellos a quienes me refiero.
Todo esto viene al caso de las veces que he observado como desde ese privilegiado lugar, que a muchos les hace temblar el mentón, las manos y las pantorrillas, se dicen barbaridades contra nosotras (hermanas en la fe, redimidas por la sangre de Cristo, salvadas en su totalidad como cualquier varón). Esto es malo, como malo son también las risas inocentonas que estos insultos causan en algunas que pasivamente escuchan; las miradas cómplices entre unas y otras que parecen afirmar que son merecedoras de estas ofensas.
Es como si al entrar en el templo, cambiaran el chip. No creo que, hoy día, en ningún puesto de trabajo, en ninguna conversación entre ambos sexos se consientan tales conceptos. Es más, pondría la mano en el fuego porque estas mismas señoras si oyesen frases parecidas fuera del recinto eclesial levantarían su voz y se posicionarían en contra. Pero en la iglesia es distinto y el amor bobalicón que nos han inculcado lo consiente todo.
Sí. Hay iglesias donde se tolera nuestra denigración, los insultos y la invisibilidad.
Desde el estrado se ve con claridad los rostros de quienes están presentes. Se observa si se aburren o están atentos; se adivina el fastidio o el gusto. Si en vez de sonrisas y carcajadas se sintiese muy dentro el daño provocado, la próxima vez intentarían ser más respetuosos, tanto como cuando se pasa la ofrenda sin distinción de sexos.
Todo esto viene al caso de las veces que he observado como desde ese privilegiado lugar, que a muchos les hace temblar el mentón, las manos y las pantorrillas, se dicen barbaridades contra nosotras (hermanas en la fe, redimidas por la sangre de Cristo, salvadas en su totalidad como cualquier varón). Esto es malo, como malo son también las risas inocentonas que estos insultos causan en algunas que pasivamente escuchan; las miradas cómplices entre unas y otras que parecen afirmar que son merecedoras de estas ofensas.
Es como si al entrar en el templo, cambiaran el chip. No creo que, hoy día, en ningún puesto de trabajo, en ninguna conversación entre ambos sexos se consientan tales conceptos. Es más, pondría la mano en el fuego porque estas mismas señoras si oyesen frases parecidas fuera del recinto eclesial levantarían su voz y se posicionarían en contra. Pero en la iglesia es distinto y el amor bobalicón que nos han inculcado lo consiente todo.
Sí. Hay iglesias donde se tolera nuestra denigración, los insultos y la invisibilidad.
Desde el estrado se ve con claridad los rostros de quienes están presentes. Se observa si se aburren o están atentos; se adivina el fastidio o el gusto. Si en vez de sonrisas y carcajadas se sintiese muy dentro el daño provocado, la próxima vez intentarían ser más respetuosos, tanto como cuando se pasa la ofrenda sin distinción de sexos.