A todos nos gustaría tener una varita mágica para, entre otras muchas cosas, poder borrar aquellos episodios un tanto oscuros que permanecen asentados en nuestro ayer. Escenas que nos han marcado y a las que no deseamos hacer mención por temor a todo lo que conlleva recordarlas.
El pasado nos pertenece, es nuestra historia. Los matices que lo componen no son siempre de la tonalidad que quisiéramos, a veces son pinceladas amargas que se han trazado en nuestro lienzo de forma indeleble.
La memoria tiene cicatrices. Las batallas de a diario hacen que en lo más profundo de cada ser se produzcan heridas que no siempre curan de una forma saludable. Aquellas que no lo hacen, dejan una dolorosa marca de por vida.
Omitir el ayer para abolir el dolor de hoy acabaría con escenas irrepetibles. Sucumbir al olvido haría que neciamente prescindiéramos de aquello que nos ha hecho ser como somos. Desairar lo agrio nos obligaría a renunciar a la grata sensación que nos produce lo dulce.
A menudo hemos de reconciliarnos con los “espectros” del pasado. Cederles paso e invitarles a que ordenadamente se acomoden entre los recuerdos y así cubrirlos de polvo para que poco a poco se transformen en presencias borrosas y menos inquietantes. Sabremos que están ahí, pero ya no nos condicionarán. Dejaremos que posean su lugar, pero no harán que sucumbamos a su tristeza.
Perderán su soberanía y nosotros el miedo a enfrentarnos a ellos. No les concedamos más terreno del que realmente tienen.
Dios es dueño de nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro futuro. Confiemos nuestras vidas a Él y Él, que conoce sobradamente nuestras limitaciones, nos hará vivir una vida sin límites.
El pasado puede generar desánimos, pero si nos atrevemos a mirar hacia adelante Dios iluminará nuestros pasos para que podamos caminar seguros y sin temor.
El pasado nos pertenece, es nuestra historia. Los matices que lo componen no son siempre de la tonalidad que quisiéramos, a veces son pinceladas amargas que se han trazado en nuestro lienzo de forma indeleble.
La memoria tiene cicatrices. Las batallas de a diario hacen que en lo más profundo de cada ser se produzcan heridas que no siempre curan de una forma saludable. Aquellas que no lo hacen, dejan una dolorosa marca de por vida.
Omitir el ayer para abolir el dolor de hoy acabaría con escenas irrepetibles. Sucumbir al olvido haría que neciamente prescindiéramos de aquello que nos ha hecho ser como somos. Desairar lo agrio nos obligaría a renunciar a la grata sensación que nos produce lo dulce.
A menudo hemos de reconciliarnos con los “espectros” del pasado. Cederles paso e invitarles a que ordenadamente se acomoden entre los recuerdos y así cubrirlos de polvo para que poco a poco se transformen en presencias borrosas y menos inquietantes. Sabremos que están ahí, pero ya no nos condicionarán. Dejaremos que posean su lugar, pero no harán que sucumbamos a su tristeza.
Perderán su soberanía y nosotros el miedo a enfrentarnos a ellos. No les concedamos más terreno del que realmente tienen.
Dios es dueño de nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro futuro. Confiemos nuestras vidas a Él y Él, que conoce sobradamente nuestras limitaciones, nos hará vivir una vida sin límites.
El pasado puede generar desánimos, pero si nos atrevemos a mirar hacia adelante Dios iluminará nuestros pasos para que podamos caminar seguros y sin temor.