El doctor Raimundo Edman acababa de visitar a su Majestad Haile Selassie, emperador de Etiopía. Al regresar del viaje dio un discurso ante un grupo de estudiantes en teología. En su disertación explicó lo que era presentarse ante un monarca. Contó el doctor Edman que antes de entrar a ver al emperador Selassie, pidió que le dieran instrucciones sobre lo que se esperaba de él, es decir, cómo presentarse ante su Majestad, cómo inclinarse y qué pasos dar antes de volver a inclinarse, cuál asiento tomar y cuándo sentarse. Resultó que, según el protocolo de Etiopía, no debía hablar a menos que le hicieran una pregunta, pues era el emperador quien dirigía toda palabra y decidía hasta cuándo prolongar la conversación.
Todo esto lo explicó el doctor Edman con el fin de compararlo con la relación que debemos tener con el Señor. Es Dios quien debe dirigir nuestra vida, quien debe decidir nuestros pasos y quien debe tomar la palabra —afirmó Edman—, porque Dios merece toda nuestra honra y todo nuestro respeto. Entrar a la presencia de Dios es mucho más importante que entrar a la presencia de un rey en este mundo.
Ese fue el último discurso que dio el doctor Edman, pues murió de un ataque al corazón antes de terminarlo. Fue así como entró a la presencia del Rey de reyes, en el acto mismo de explicarles a otros cómo debían hacerlo, ese 22 de septiembre de 1967.
Tenía razón el doctor Edman. Dios es el soberano Rey del universo, y como tal merece nuestra honra y nuestro respeto como ningún otro. Y no hay duda de que nos conviene entregarle a Dios el control de nuestra vida, de modo que nuestras decisiones estén de acuerdo con su voluntad y nuestras palabras sean fieles representaciones de lo que Él diría en nuestro lugar.
Sin embargo, a Dios gracias que Él no nos trata necesariamente como el emperador de Etiopía trataba a sus súbditos. En tiempos pasados el único que podía entrar en el Lugar Santísimo hasta la presencia misma de Dios era el sumo sacerdote, y éste una sola vez al año. Pero todo cambió el día en que Cristo nos rescató eternamente, entrando una vez y para siempre en el Lugar Santísimo al morir en la cruz para expiar nuestro pecado. Desde ese día cualquiera de nosotros puede entrar a la presencia del Rey del universo a cualquier hora sin previa invitación especial y sin tener que esperar a que Dios le dirija la palabra ni temer que Dios le ponga fin a la conversación antes que termine de decirle lo que quiere comunicarle. No importa si es hombre o mujer, rico o pobre, del llamado Tercer Mundo o del tal Primero, o que sea del color que sea.
Ahora, según el escritor bíblico a los Hebreos, «tenemos plena libertad para entrar en el Lugar Santísimo, por el camino nuevo y vivo que [Cristo] nos ha abierto... Acerquémonos, pues, a Dios con corazón sincero y con... plena seguridad.»1 Aprovechemos al máximo el privilegio de entrar en su presencia, de modo que sea tan estrecha nuestra relación con Él en esta vida que cuando llegue la hora de nuestra muerte, Él nos reciba y nos abrace así como el rey más benevolente abraza al príncipe o a la princesa de su hogar y de su reino.
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