Parte 20
En mi juventud pasé momentos muy gratos en compañía de mis cuates del barrio pues prácticamente formábamos una hermandad preciosa que nos permitía compartir nuestras vidas de una manera especial, ya que nuestra amistad resaltaba de tal manera, que nuestros padres se contagiaban de esa situación, tanto, que todos teníamos abiertas las puertas de las casas de todos, pues éramos unos chicos completamente sanos y respetuosos hasta con nosotros mismos, claro que con las bromas juveniles tradicionales, pero nada fuera de lo común, lo único no adecuado en nosotros es que fumábamos, sin embargo éramos una gran familia en la que se podía confiar en todos, recuerdo esas veladas continuas que pasábamos en la "esquina de la tienda de Conchita" dándole serenata forzosa todas las noches porque ese era el punto de reunión de todos nosotros, pero a ella le agradaban, tanto, que el día que no íbamos nos reclamaba nuestra ausencia, también teníamos la grata costumbre de llevar serenata a todas las chicas del barrio en sus cumpleaños, convirtiendo esos momentos, en reuniones familiares con cafecito y pan.
Cuando se venían las épocas navideñas con sus posadas y todo lo demás, nos organizábamos de tal manera que obteníamos ingresos suficientes para armar una o dos o tres posadas entre nosotros e invitados de otros barrios, esto lo lográbamos, gracias a que "sacábamos la rama" y nos organizábamos con guitarras y botellas como güiros y también botecitos como tambores, y a darle, a entonar los villancicos tradicionales mexicanos, adaptados a nuestra euforia y energía navideña, como por ejemplo ese de "ya se va la rama con picos de alambre por que en esta casa están muertos de hambre" terminación que muy rara vez entonábamos porque la gente cooperaba con nosotros en forma generosa porque sabían del destino que le daríamos a esos recursos.
Muy padre todo; Lo más emocionante era el fin de año, ya que para celebrar esas fechas, hasta mariachis contratábamos para que amenizara nuestra pachanga, y los recursos salían de la formación de varios grupos para pasear "al viejo" y pedir limosna para él, y como todos los cantos los sacábamos al ritmo de huaracha y chachachá, las limosnas al "viejo" eran más que suficientes para eso.
En esos tiempos de mi regreso al barrio, formé parte de otro grupo afín de amigos, entre los que recuerdo a Gerardo Castizo, Manuel Rosete, Armando Panes, Sergio Montano, Manuel y Vito Cárcamo, Mariano Garcés, Baltazar Domínguez, y otros que se escapan a mi memoria, y juntos, nos íbamos a carnavalear aquí en Xalapa, y solíamos ir al parque Juárez porque allí se ponían los puestos de comida y cerveza, y por supuesto no faltaban los mariachis y eso precisamente era lo que buscábamos pues nos poníamos a cantar con ellos, más que nada, para diversión nuestra.
Fuera de estas festividades, nos reuníamos para jugar billar o baraja en las fincas, en las que también Manuel participaba algunas veces con nosotros.
Cuando me amarré a la que ahora es mi amada esposa, recuerdo muy bien que a ella también le tocó ser parte de mis aventuras en el barrio, pues Doña Conchita siempre me insistía para que le diera serenata diurna a mi noviecita por teléfono hasta su casa en Teziutlán con la promesa de no tener que pagar ni un sólo centavo de esa llamada si la complacía, lo cual por supuesto que lo hacía.
Muchas serenatas le llevé a mi chaparrita consentida a lo largo de los seis años de noviazgo que nos aventamos, de los cuales, si estuvimos un año juntos fue mucho, porque por lo mismo de su tierna juventud, no sabía que onda con ella y conmigo, por lo que ella terminaba nuestras relaciones novilleras sin causa aparente infinidad de veces, y las mismas veces que terminó conmigo, esas mismas veces tuvo que convencerme, sin mucho esfuerzo. para que regresara con ella y recontinuar nuestro noviazgo; hasta que se convenció, aunque no completamente, de que yo era el príncipe azul tanto tiempo esperado por ella, ya que fui el único novio, ( tuvo varios ) que siempre le mostró el respeto que como mujer merecía, aunque creo que no lo entendía perfectamente por lo mismo de su juventud, pero, cuando sufrió un accidente que casi la dejó paralítica, se dio cuenta de ese grande amor que yo le tenía, y que le demostraba a través de innumerables cartas de amor en los que le reiteraba mi amor y mi deseo de estar juntos para siempre, con el único fin (aparte de lo inevitable) de cuidarla y protegerla del mal que le aquejaba, a través del amor a toda prueba que yo le tenía.