¿DÓNDE ESTÁN LOS OTROS NUEVE?
Jesús había comenzado el largo viaje a Jerusalén. Sabía lo que le esperaba allí - la traición, el abandono por sus compañeros más cercanos, y al fin, una muerte cruel en la cruz. En el camino, pasó por la frontera entre las provincias de Samaria y Galilea. Era en Galilea que Jesús se había criado. Samaria era una provincia despreciada; los judíos consideraban que sus habitantes eran de baja calidad racial y religiosa.
A punto de entrar a un pueblo, un grupo de diez hombres salió a su encuentro. Eran diez leprosos; según las leyes, no se podían acercar a nadie. Debían guardar la distancia. De lejos, le gritaron a Jesús: "¡Jesús! ¡Maestro! ¡Ten compasión de nosotros!" Cuando los vio, Jesús les respondió: "Vayan a presentarse ante los sacerdotes."
Según la ley de Dios, cuando una persona era sanada de la lepra, debía presentarse ante los sacerdotes para que lo declararan limpio. Por lo tanto, si estos leprosos obedecían lo que Jesús les decía, con esa acción demostrarían su fe de que los iba a sanar. Los diez obedecieron y agarraron rumbo hacia Jerusalén, donde estaban los sacerdotes.
Mientras iban caminando, ¡se les desapareció la lepra! Quedaron totalmente limpios. Su piel volvió a quedar libre de toda mancha. Uno de ellos, al ver lo que le había sucedido, empezó a toda voz a alabar a Dios. "¡Gloria a Dios!" - gritaba, "¡Alabado sea el Señor!" Y regresó corriendo a Jesús y se echó a sus pies, dándole las gracias. Era un samaritano.
Jesús lo miró, y luego observó: "¿No fueron diez los que quedaron sanos? ¿Dónde están los otros nueve? ¿Sólo este extranjero regresó para dar gloria a Dios?" Luego, le dijo al hombre: "Levántate y vete. Tu fe te ha salvado." ¡Qué buena pregunta hizo nuestro Señor! ¿Dónde están los otros nueve? Diez fueron los sanados, pero sólo uno regresó para expresar su gratitud por lo que Jesús había hecho por él.
¿Qué dirá Jesús acerca de nosotros? ¿Qué pregunta hará de nosotros? Leamos la historia de los diez leprosos, y meditemos sobre nuestra respuesta a los milagros que Dios ha hecho en nosotros. Esta historia se encuentra en Lucas 17:11-19. Mientras leemos, les invito a ponerse de pie en reverencia a la Palabra de Dios:
Y aconteció que mientras iba camino a Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea, y al entrar en cierta aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia, y alzaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro! ¡Ten misericordia de nosotros! Cuando El los vio, les dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y sucedió que mientras iban, quedaron limpios. Entonces uno de ellos, al ver que había sido sanado, se volvió glorificando a Dios en alta voz. Y cayó sobre su rostro a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Respondiendo Jesús, dijo: ¿No fueron diez los que quedaron limpios? Y los otros nueve... ¿dónde están? ¿No hubo ninguno que regresara a dar gloria a Dios, excepto este extranjero? Y le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha sanado. Lucas 17:11-19
Lucas nos dice que Jesús iba siguiendo su viaje a Jerusalén. En esta sección del libro de Lucas, unos diez capítulos, Jesús va camino a Jerusalén. Para esto había venido al mundo: para dar su vida en la cruz en pago de los pecados de todos nosotros. Jesús podría haberse apurado para llegar, pues lo que haría en la cruz ya era un gran sacrificio. Pero Él se tomó el tiempo para mostrar compasión hacia estos diez hombres que encontró en el camino. Es muy bondadoso el corazón de nuestro Señor.
La obra de Dios siempre viene en respuesta a la fe, así que Jesús les puso una pequeña prueba de fe a ellos. En lugar de sanarlos de inmediato, les mandó ir a presentarse ante los sacerdotes. Podrían haber contestado: "¿Para qué? ¡No hemos sido sanados todavía!" Pero ellos confiaron en lo que Jesús les había dicho, y empezaron el viaje.
Cuando Dios obra en tu vida, Él también te pedirá fe. En otras palabras, Él te llamará a confiar en sus promesas. La manera de mostrar esa fe es en obediencia. En esa prueba de fe, Dios te está llamando a obedecer lo que Él te ha mandado. Eso es todo. Si tú confías en su Palabra, quizás tengas dudas; quizás tengas temores; pero la medida de tu fe está en la obediencia.
Mientras iban por el camino, los diez leprosos quedaron sanados. En ese instante, su vida fue transformada. Habían tenido que vivir afuera del pueblo, comiendo lo que pudieran encontrar, con sólo la compañía de otros leprosos. ¡Ahora podrían regresar a sus casas, a sus familias, a la vida! ¡Qué gran bendición!
Como ellos, muchos hemos sido bendecidos grandemente por Dios. ¿Cuáles son algunas de las cosas que Dios ha hecho por ti? Considera las bendiciones que te ha dado: la vida misma, tu familia, el trabajo, los lugares que has podido conocer, los momentos de diversión y de alegría que has pasado y que pasarás en el futuro - todas estas cosas son bendiciones de Dios.
A veces nos fijamos tanto en las cosas que no tenemos, que se nos olvida lo que Dios nos ha dado. En lugar de estar agradecidos porque tenemos donde vivir, nos quejamos porque no es la casa de nuestros sueños. En lugar de estar agradecidos porque tenemos vida y salud, nos quejamos porque otros están más jóvenes o más atractivos que nosotros. Pero todos hemos sido bendecidos en esta vida que llevamos.
La bendición más grande que nos ha dado Dios es la bendición de la vida eterna por medio de la fe en Jesucristo. Como aquellos leprosos, tú y yo sufríamos de una enfermedad incurable. El pecado nos desfigura, nos separa de las relaciones sanas y abiertas con los demás y nos aleja de Dios. Nos condena a una muerte segura.
Pero Jesús vino a sanarnos de esta enfermedad. La medicina ya ha encontrado un tratamiento para la lepra, pero para el pecado, sólo hay una cura. Es la fe en Jesucristo. El llamó a los leprosos a mostrar su fe yendo a los sacerdotes. Así fueron sanados. Él nos llama a nosotros a tener fe en El también, y así ser sanados. En el camino de la fe, encontramos el perdón.
Pero ¿cuántos volvemos a Cristo para darle las gracias? ¿Cuántos simplemente siguen su camino?Hay algo del leproso que regresó que me llama la atención. El verso 15 dice: "Uno de ellos, al verse ya sano, regresó alabando a Dios a grandes voces." A él no le importó quién lo escuchaba o quién lo veía. Estaba tan contento por haber sido sanado que no pudo contenerse. Empezó a gritar de alegría, dándole toda la gloria a Dios.
Si lo puedo expresar así, su gratitud fue extrema. El no vino a Cristo simplemente con un "Gracias, Señor" en voz baja. No se expresó de una manera tranquila y calmada. ¡Gritó! ¡No le importó que todo el mundo lo escuchara! La gratitud que llenó su corazón no se podía contener.
¿Cómo le expresas tu gratitud a Jesucristo? ¿Te quedas callado por temor a lo que otros podrán decir? Quizás no quieres causar un espectáculo. Sabes que no es de gente decente causar mucho alboroto. No quieres que los demás te miren de reojo. Prefieres guardar silencio.
¿De cuántos de nosotros dirá Jesús: dónde están? ¿Dónde están los que yo salvé? ¿Dónde están los que yo sané? Imagina, por un momento, que tú crías un hijo. Le das todo lo que necesita: alimento, educación, amor. Por fin, llega a ser adulto. Con la crianza que le has dado, se convierte en una persona de bien, un trabajador exitoso y bien pagado.
Pero ahora que no te necesita, nunca te visita. No te llama. No te pregunta si necesitas algo. Para él, es como si dejaras de existir. ¿Qué dirías de tu hijo? Es un malagradecido, ¿verdad? Yo estoy seguro que ninguno de nosotros queremos ser malagradecidos con nuestro Padre celestial. Le queremos mostrar nuestra gratitud por todo lo que Él nos ha dado.
¿Cómo podemos mostrarle nuestra gratitud al Padre que nos ha amado, al Salvador que nos ha rescatado, al Espíritu que nos ha transformado? Para empezar, podemos mostrarle en la alabanza cuánto le amamos. Hebreos 13:15 dice así: "Por lo tanto, por medio de Jesús, ofrezcamos un sacrificio continuo de alabanza a Dios, mediante el cual proclamamos nuestra lealtad a su nombre" (NTV).
Cuando le cantamos a Dios, cuando le ofrecemos nuestras alabanzas, es un sacrificio que le agrada.¿Cómo le ofrecemos ese sacrificio? ¿Lo hacemos distraídos, sin prestar atención a lo que estamos cantando? ¿Lo hacemos de mala gana o por obligación? Cuando sea hora de alabar a Dios, preparemos nuestro corazón para darle un sacrificio de alabanza grato y agradable ante El.
También le mostramos gratitud a Dios cuando le damos el crédito por las cosas buenas que nos suceden o que logramos. Digamos que nos han dado un ascenso en el trabajo. Un amigo se acerca para felicitarnos. "¡Qué bueno que lo lograste!" - nos dice. Me imagino que pocos de nosotros le diríamos: "¡Claro! ¡Ya ves que me lo merecía! Ya era hora de que reconocieran mi grandeza."
No diríamos esto; seríamos muy creídos. Pero ¿cuántos le damos las gracias a Dios en ese momento, con sinceridad de corazón? ¿Cuántos diríamos: Gracias a Dios que me ha dado esta oportunidad? ¿Cuántos lo alabaríamos con alegría, expresando nuestra gratitud al Señor sin pena?
Que Cristo nunca diga de nosotros: ¿Dónde están? Seamos como aquel humilde samaritano, que regresó alegre para adorar al Señor. Vivamos agradecidos, cada día de nuestra vida, porque nuestro Dios se lo merece. Él se lo merece.
Pastor Tony Hancock