No puedo abandonar el tema del aislamiento sin afirmar antes que existe un antídoto formidable. Para nada quisiera lanzar observaciones sin aportar, por otro lado, lo que veo como solución al problema, especialmente cuando lo he vivido personalmente. Caminar en luz, en transparencia, teniendo comunión unos con otros y experimentando el perdón de Dios en toda su dimensión tal y como lo dice el versículo, es posible. Y los resultados son admirables tanto en nuestra propia vida espiritual, como en el resto del cuerpo. Lo que pasa es que requiere humildad. Durante mucho tiempo creí que era más una cuestión del carácter o la personalidad de cada uno, y no es cierto, solo hace falta humildad. Pero hablo de verdadera humildad, no de esa actitud farisaica de espiritualidad pretendida, siempre con cara de circunstancias y ajeno a las cosas normales de la vida, como si en cualquier momento estuviera uno a punto de comenzar a levitar… («qué hermano tan espiritual, me da hasta miedo acercarme a él») …sinceramente, no hay nada más patético que la arrogancia espiritual revestida de humildad.
La verdadera humildad es aquella que no tiene problemas en abrir el corazón, en mostrarse tal y como es. El hombre humilde no se presenta ante los demás con un disfraz de elocuencia y espiritualidad, tapando y escondiendo sus errores, sino con sencillez y transparencia. Una persona humilde posee la frescura de un cristal diáfano, no tiene recámara oculta, no vive pendiente de la aprobación de los demás, no pretende demostrar nada ni proyectar una imagen, al contrario, es lo que es y se muestra tal y como es, y no le preocupa en exceso que los demás conozcan sus debilidades. De hecho, siempre hay algo artificial en ese tipo de personas que aparentan permanentemente una exquisitez absoluta, no se despeinan nunca y parecen infalibles. Todo en ellos está medido, calculado y estudiado. Es lógico que se aíslen porque en algún momento de autenticidad involuntaria no resultan tan estupendos, pero eso no lo sabrá nunca nadie, solo tendrá lugar en la intimidad del aislamiento, como canta Alejandro Sanz, «Cuando nadie me ve puedo ser o no ser…».1
Yo sé bien lo que es el cansancio y la necesidad de aislarse para descansar. Conozco bien el desgaste y el agotamiento de un concierto, una gira o una actividad multitudinaria, sé del tedio que supone a veces atender a muchas personas que quieren hablar y necesitan ser escuchadas, he vivido muy de cerca los procesos de deterioro emocional y físico en personas absolutamente entregadas a la obra de Dios, y tras más de veintitrés años de pastorado activo comprendo que el Shabat es un principio bíblico. El ser humano necesita retirarse periódicamente para descansar porque Dios nos diseñó con esa necesidad y si la descuidamos nos pasará factura tarde o temprano. Pero no estoy hablando de aislarse para descansar. Hablo del aislamiento como estilo de vida permanente, hablo de esa supuesta «forma» de vida cristiana según la cual vivo a una distancia prudencial de todos y de todo. Lo suficientemente cerca como para no quedarme del todo descolgado, pero lo suficientemente lejos como para que nadie pueda conocerme bien. Yo manejo los tiempos, las distancias y los límites.
Me congrego cuando y donde me conviene, me retiro y desaparezco según lo «siento» (término ambiguo e impreciso pero muy espiritual), soy cristiano pero a mí manera, soy un miembro del cuerpo místico de Cristo en la tierra, y de paso yo también soy tan místico que nadie sabe nunca bien de qué pie cojeo. No me identifico plenamente con ningún cuerpo local concreto en la tierra porque todos tienen carencias y errores, y no me conviene identificarme del todo. Y si lo hago, me cuido bien de poner las fronteras que me convienen, de modo que nadie pueda tomarse la libertad de exhortarme o poner mi vida lupa de la Palabra. En el momento que sienta esa amenaza tengo abierta la puerta trasera de escape para reubicarme en alguna otra congregación, en la que comenzaré de nuevo con el mismo estilo y preparado para repetir la misma historia si hace falta. Soy un alma libre… (por no decir una bala perdida, o un miembro amputado en vida).
Tomado del libro Con Permiso, ©2014 por Marcos Vidal