Queridos amigos: mi amigo/hermano Héctor Spaccarotella, quien me honra con su amistad y afecto, me pidió que les relate a los lectores bautistas (también hermanos míos en Cristo) mi conversión y algo de mi “travesía” espiritual. Con mucho gusto les iré pasando —de a poco, para no empacharlos ni empalagarlos— algunos tramos de ese bendito recorrido, por el que me fue llevando el Señor, después de que me sedujo (y yo me dejé seducir).
ATESORANDO RECUERDOS
Llegaba la primavera de 1952. En mis quince años de vida había oído muchas veces el ulular de las ambulancias, particularmente desde que nos habíamos radicado en Buenos Aires. Sin embargo aquella que escuchaba desde dentro del habitáculo, sonaba muy distinta de las otras. Ésta intentaba abrir paso en el tránsito a la ambulancia que llevaba a mamá, demudada y postrada en una camilla. Sentado a su lado, yo la acompañaba. Aunque entonces me parecía una señora mayor, sólo tenía cuarenta y dos años, y mi padre hacía ya seis que había muerto.
Cuando me dijeron que aquel ataque era de suma gravedad, fue la primera vez que deseé tener a alguien con más poder que un simple y mortal médico a quién pedir auxilio. Del “staff superior”, tan sólo conocía a la Virgen del Carmen, a quién había oído mencionar con cierta frecuencia en mi aún cercana infancia. Había visto además un par de veces su imagen en procesiones alrededor de la plaza, porque era la Patrona de mi pueblo: Necochea. Creo que la indiferencia de mis padres en ese aspecto, no había dado para más. Por eso, en cuanto dejé a mamá en el hospital, busqué en la guía una iglesia de aquella advocación, y allá fui, preguntándome, en mi ignorancia y simpleza de niño, si Ella tendría “jurisdicción” también en Buenos Aires.
Allí, sentado en un banco delante de su imagen le dije: “Yo no sé si realmente existís y tenés el poder que dicen que tenés, pero si fuera así, te pido que me salves a mamá. La quiero y la necesito. Te prometo que si eso sucede, en agradecimiento me voy a hacer bautizar”. La escena viene a mi memoria como si esto hubiera ocurrido ayer.
No habría transcurrido más de una hora desde que volví a la casa de aquella tía que me hospedaba durante la lucha de mi madre, cuando una voz femenina en el teléfono, anunciaba desde el hospital que mi madre había muerto. Debajo del enorme dolor se dejaba sentir una profunda decepción. Era obvio que aquella fe era una pura fantasía, de lo contrario esto no podría haber ocurrido. Yo lo había pedido desde lo profundo de mi corazón. Era como para no tenerlo nunca más en cuenta; echar aquello en el olvido. Estaba solo y sin posibilidad de asirme a ningún auxilio. No solamente había quedado huérfano, sino que había comprobado, además, que ningún recurso sobrenatural habría de protegerme. Me sentí doblemente huérfano.
Una hermana de mi padre, la querida tía Queca, sin embargo, me acogió en su casa como me había sentido cobijado en su corazón, ya desde muy pequeño.
Algo más de dos años después de aquellos sucesos, un susurro en mi interior y un fuerte impulso, me iban a arrojar a los pies del sagrario, en el camarín de la Basílica de San José de Flores, y luego me llevarían a pedir el consejo de un sacerdote.
Esto que aquí escribo tan sencilla y brevemente, produjo, sin embargo, una verdadera explosión en mi cerebro y una enorme conmoción en mi corazón. Y entonces, cuando aún no había entendido mucho de lo que me estaba ocurriendo, la charla con el sacerdote —luego supe que aquello era catequesis—, me hizo descubrir a Cristo detrás del cariño de aquella Virgen a quien yo había invocado, creía que inútilmente. Y entendí que la función de Ella había sido la que ejerciera en las bodas de Caná y seguiría ejerciendo en mi vida: guiarme y animarme a “hacer todo lo que Él me diga” (cf Jn 2,5)-
A partir de entonces puedo decir con Pablo «Me llamó, por su mucho amor, Aquel que me había elegido desde el seno de mi madre, y tuvo a bien revelarme a su Hijo» (Gal 1, 15).
A poco de que el Señor me hiciera el precioso regalo de la fe, y el consiguiente bautismo, allá por mis diecisiete años, pedí y se me concedió ser admitido como aspirante al sacerdocio.
¿Qué si fue el mío un cambio tan radical? Hacía apenas poco más de dos años yo proclamaba a los cuatro vientos mi ateísmo, y hoy estaba pidiendo el ingreso a la Orden de los Frailes Menores (Franciscanos). Una atracción incontenible me movilizaba.
Visto desde el mirador de mis casi ocho décadas, alcanzo a distinguir, aunque difusamente, aquellos años en los que empecé a dar mis primeros pasos en la fe; cuando apenas comenzaba a conocer el Evangelio y descubrir, deslumbrado, la figura de Cristo, a la que San Francisco me llevaba “sin paradas intermedias”, si bien debo aquí dejar a salvo el amor que él me había contagiado por la Santísima Virgen. Sin embargo hoy pienso que por entonces, el Espíritu estaba recién humedeciendo la reseca tierra virgen de mi corazón. Creo que aquellos fueron años de duro trabajo, en los que Aquél que había sembrado la semilla, regaba y fertilizaba... y arrancaba cizaña a manos llenas. Para Él, todo el trabajo. Para mí, en cambio, fue el tiempo de escuchar, de recibir, de atesorar, mientras comenzaban a crecer dentro de aquella tierra las raíces silenciosas de lo que a la postre –después de muchos años- devendría en el árbol de una fe aceptablemente vigorosa, aunque siempre bastante pobre en frutos.
Aquella etapa perdura en mi corazón, y aún despierta una viva ternura y dulcedumbre, como la atesorada memoria del primer amor. Éste era un amor por mi Señor, Aquél que pronto sería además mi Hermano y mi Amigo.
Fue aquel un tiempo de novedad y dulzura cautivantes. Pude vivir entonces algunas de las experiencias más hermosas de mi vida. Por ese entonces descubrí la paz y la bienaventuranza de una vida simple y llena de sentido sobrenatural. Mi primer maestro allí, -un joven y docto sacerdote que al cabo de algunos años sería obispo en el lejano Noroeste argentino- había de ser muy pronto un amigo queridísimo, y en mi vida todo pintaba “color de rosa”, y nada parecía augurar el duro camino que debería recorrer aún.
Creo que aquel fue el tiempo de “hacer la plancha”, mientras el viento del Espíritu soplaba para empujarme hacia la orilla ansiada y misteriosa del encuentro.
Sin embargo, aquella luna de miel con la vida religiosa no iba a durar mucho. Poco tiempo después, la política del país, convulsionada y violenta, iba a dar un vuelco tal, que mi propia vida se iba a ver envuelta en acontecimientos que la llevarían a andar distintos caminos. Te estoy hablando de los años cincuenta y cinco y cincuenta y seis, signados por disturbios, quema de templos, revolución y muertes.
Tratando de conservar el rumbo, pude ingresar más tarde al seminario diocesano. Allí, los primeros tiempos fueron apacibles y fructuosos, y creo que, junto con la experiencia anterior, marcaron a fuego mi vida. Allí tuve la oportunidad de participar de esas primeras experiencias con mi coparroquiano Jorge Bergoglio, (hoy Papa Francisco). Entonces pude conocer a su familia, y compartir con él aquellos tiempos, los primeros de la preparación para la misión, claro que él me llevaba una gran ventaja: provenía de una familia cristiana y conocía a Jesús desde niño. Cursamos y vivimos juntos en el Seminario Metropolitano de Buenos Aires, hasta que, al cabo de los dos primeros años, él pidiera su ingreso al noviciado de los padres jesuitas.
Mis buenos amigos: por hoy es más que suficiente. Si después de esto alguien tuviera interés en conocer algunas otras de mis “andanzas” en el espíritu, lo podrá leer en alguna próxima publicación que espero compartirles. Eso, si es que no me ruegan que deje de aburrirlos y ocuparles lugar en vuestra página con mis “aventuras”.