ATESORANDO RECUERDOS (4)
Volviendo una vez más al relato, después, la lucha por la supervivencia de la familia que formáramos con aquella querida muchachita —no sin bastante temor por el futuro, que pugnaba por asomar su feo rostro por detrás de nuestra confianza en la Providencia— poco a poco fue sobreponiéndose al sentimiento de haber defraudado la inefable gracia que Dios habría querido derramar sobre mí. Las responsabilidades inherentes a la crianza y educación de los cuatro hijos que Dios nos confió, me fueron llevando a hacer a un lado todo sentimiento que no se relacionara con el presente de mi familia. Aquella también fue una etapa de atravesar desiertos y masticar angustias y en el orden espiritual, nuevos tiempos de “hacer la plancha” y dejarme llevar, tratando al menos de no malgastar, el regalo de la fe que me había sido concedido.
Por fin, al cabo de muchos años, habría de admitir que lo vivido en aquella primera etapa, no escaparía, seguramente, a la Providencia de Dios, que me había querido enriquecer con una experiencia y formación religiosa que me iba a ser útil toda mi vida. Y sobre todo, dejarían en mí —como les decía en una entrada anterior— un gozo por las cosas de Dios que fue floreciendo con los años. Esto influyó grandemente en el progreso de mi vida de relación e intimidad con Él, que poco a poco fue reverdeciendo y desarrollándose. Muchos años después, en diversas tareas pastorales tuve la comprobación de cuánto me iban a ayudar a desempeñarlas más o menos eficazmente, y tuvieron además enorme relevancia en mi vida de esposo y padre.
Creo que aquella experiencia y formación fueron decisivas también en lo que posteriormente iba a marcar en mí una fuerte inclinación a trasmitir, primero verbalmente y más tardíamente por escrito, las ideas y sentimientos que conformaban una manera de encarar los acontecimientos de la vida, según había ido aprendiendo de las Escrituras y del testimonio de muchos hombres de Dios, a quienes había tenido el privilegio de conocer personalmente o por sus escritos.
Pero claro, estas son lucubraciones de la madurez. Recién en mi edad adulta, con la experiencia de haber vivido muchos años y de conocerme bastante a fondo, pude llegar a estas conclusiones que me reconciliaron conmigo mismo, y me permitieron no sentirme avergonzado ante la presencia de Dios en mi corazón por lo que había considerado una traición, y quizás sólo habían sido estratagemas que Dios había usado para mitigar mi natural pobreza interior, y hacerme ver hacia adelante con una más clara y mejor perspectiva.
Quiero terminar aquí este breve y somero itinerario, que por cierto no abarca ni agota las experiencias de mi ya extensa vida. Sin embargo seguramente no serán, si Dios lo permite, las últimas noticias que les cuente de mis “andanzas” en el camino que Dios me guió a recorrer.
Antes de despedirme les quiero decir que la fe que Dios me regaló, y había penetrado en mí como una nube de realidades inciertas; apenas intuidas, fue la chispa que encendió la luz deslumbrante que me hizo descubrir a Cristo. Como les decía antes, pronto el Espíritu afirmó la esperanza en el encuentro definitivo con la Trinidad Santa y sembró en mi alma su amor; semilla que fue creciendo despacio.
Todo lo que ocurrió después, me fue llevando poco a poco a acrecentar mi fe y mi esperanza en Cristo. Según me enseñara el Apóstol, estas han de morir cuando mi cuerpo caiga en la tierra. Entonces, Dios mediante, ya en su seno, el amor y la alabanza crecerán en mí hasta el infinito.