«En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones…
Yo voy a prepararles un lugar y volveré para llevarlos conmigo,
para que donde yo esté, estén también ustedes» .
(Jn. 14,2-3)
«Yo les confiero la realeza como mi Padre me la confirió a mí.
Y en mi Reino ustedes comerán y beberán en mi mesa… ».
(Lc.22,30)
Leer la carta en que me hablabas de tu predilección por mí, y echar a vuelo las campanas de mi ilusión desde hacía tiempo silenciosas, fue todo uno.
Temblaba el papel en mi mano. No me atrevía a creer lo que leía: Vos querías que yo, responsable de que hubieras tenido que entregar tu vida al dolor y a la ignominia, fuera tu amigo. Me invitabas a tu mesa y me ofrecías compartir tu Reino. ¡¡¡Yo, tu amigo, compañero y rey con Vos para siempre!!!
Volvieron a florecer y calentaron mi corazón todas las primaveras que habían pasado sobre mis hombros, y cayeron por tierra los viejos temores que me atormentaban. Sentí otra vez la olvidada inocencia de las horas niñas y el vigor que me había impulsado a seguirte en mis años juveniles. Mis viejas utopías cobraron vida nueva, y supe que no había confiado en vano; que mi vida, a la que había apuntado hacia el cielo desde aquel día en que me hablaste al oído al pasar frente a tu casa, no había sido estéril.
Levanté la cabeza, y en lo alto danzaba un carnaval de luces y colores que entró por mis ojos y me vistió de fiesta el alma. Una aurora luminosa despuntó en el cielo de oriente y descendió hasta mí en cascadas de miel y de oro.
Una nueva primavera estalló sobre el mundo. Los árboles se llenaron de frutos, las amapolas y los pájaros poblaron la tierra y la alegraron con colores y trinos. Entonces supe que el amor había triunfado a pesar de mi miseria, mis temores y tantas agoreras predicciones. En un abrir y cerrar de ojos, todos los sepulcros se volvieron cunas.
Mi corazón bailó como una novia enamorada.
nfb