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Hoy quiero compartir esta “carta” que
escribí una mañana de oración, durante
una peregrinación que hicimos con Luisita, mi esposa, a la Tierra Santa, no es
precisamente una ilusión, sino la expresión de mis sueños, y los deseos
fervientes de un corazón cautivado por la Persona de Cristo, el Señor.
La carta decía así:
Querido Amigo: andar por estas tierras consagradas por el paso de
tus pies doloridos, y seguramente a menudo ensangrentados por las duras
caminatas: aquellas andanzas que me refieren tus amigos de entonces, hoy me llena el corazón de sueños.
¡Me hubiera gustado tanto andar tras de tus
huellas por estos caminos, tan polvorientos en aquellos tiempos!… Oír tu voz en
los fogones del fin de las jornadas, contándonos anécdotas de tu niñez y adolescencia;
tus recuerdos de Familia, los ejemplos que recibiste… Y también comentar y
explicarnos las enseñanzas que impartías, con frecuencia en parábolas y
ejemplos que sólo podían comprenderse con el corazón abierto y entregado.
Cuánto hubiera deseado participar de esas largas charlas en casa de
Lázaro, Marta y María, donde tu alma se abriría como un jazmín en primavera,
inundando de perfume nuestras vidas; donde tu palabra emocionada nos contaría
los portentos de amor que encierra el corazón del Padre. Y ser testigo de tu
completa y verdadera humanidad cuando lloraste
por tu amigo, y de tu inmenso
poder sobre la muerte cuando lo
devolvías a la vida.
¡Y aquella noche en casa de Saqueo! Cuando el sacramento de tu
mirada le alcanzaba el perdón por sus embrollos y lo volvía a la senda… Ser
testigo de su gratitud y su arrepentimiento.
Qué no hubiera dado yo por presenciar
aquella escena en la que Vos anunciabas la Buena Noticia, y de pronto viste
abrirse un boquete en el techo, y bajar entre varios amigos al paralítico en su camilla. Ser testigo de
tu asombro ante tamaña osadía y fe de aquellos hombres pobres y sencillos. Y de
tu poder desplegado sin vacilar, primero perdonando sus pecados –que es lo que
más te aflige de tus hermanos, los hombres, porque nos lleva lejos de Dios- y
luego cerrando la boca de tus enemigos; los enemigos de La Verdad,
devolviéndole la salud del cuerpo, para mostrarles a ellos (y a nosotros),
que el Padre te dio todo poder en el cielo y en la tierra.
También el de perdonar los pecados, devolviendo la salud al alma.
Me hubiera gustado estar en el templo,
viendo desde atrás de una columna cuando
escribías en la tierra, y los
hombres “observantes de la Ley” comenzaban a recular para ponerse a salvo de tu
mirada. ¡De tus ojos! con lo mucho que querría yo poder verlos y reflejarme en
ellos aunque sea un solo instante. Y luego cuando perdonabas a la adúltera sus
felonías… Hubiera querido ver sus lágrimas de dolor y felicidad, y presentir su arrepentimiento.
Hubiera querido guardar en
mis oídos y en mi corazón el timbre de tu voz, que se volvía duro a veces para
reprochar a tus paisanos su cerrazón, o para echar del templo a los mercaderes
y cambistas, y hasta a Pedro, que en mi nombre –en nuestro nombre- pretendía
tergiversar tu destino animándote a ser, aquí en la tierra, un salvador triunfante
y glorioso. Otras veces se dulcificaría tu voz hasta el infinito para hablar de
las misericordias que cobija el corazón del Padre, y son compartidas por el
tuyo; tu Corazón Sagrado, que tiene con
Él una absoluta unidad de intenciones, de amor y de esencia.
Hubiera deseado verte de rodillas, lavando
los pies de tus amigos, cuando ya “había
llegado la hora” de tu supremo ejemplo y sacrificio.
¡Qué no daría por haber saboreado después el
pan partido por tus manos, y bebido el vino de tu misma copa, tibia aún por el
calor de tus labios!
Y
acompañarte después con tu Madre y con Juan, al pie del patíbulo en el
que mis pecados iban a darte la muerte sin que vos hicieras tan sólo un gesto
de rechazo, porque con ella estabas dando el golpe de gracia a mi propia
miseria. ¡Vos te entregabas a la Cruz para que a mí me crecieran alas para volar
hasta el Cielo!
¡Y por supuesto!, hubiera querido compartir
al fin con tus amigos la sorpresa y la alegría de tenerte otra vez en nuestra
mesa, como antes. Y verte luego regresar al Padre, ahora sí triunfante y glorioso,
para decirle «Abbá (Papito) ¡Misión cumplida!».
Ya que sé, Señor, que este deseo mío es un
puro sueño, pero quiero verte, al menos (¡!) como Pablo en su ceguera, con los
ojos del espíritu, y ver el mundo, la Iglesia y los hombres, como Vos los ves.
Creer muy fuertemente y descubrir, con ojos de esperanza, tu presencia en la
historia, sabiendo sin embargo que el Príncipe de este mundo aún
tiene poder para someter a los que no te siguen de cerca, y que el Mal seguirá dando coletazos en la
tierra hasta que vuelvas.
Amigo, dame fuerza y convicción para ser tu
mensajero ante el mundo; dame el coraje de abrir mi corazón y brindarme a los
hermanos como vos lo hiciste —que no otra cosa es seguirte bien de cerca—, a
sabiendas de que, junto a vos, no hay
mal que pueda con nosotros, porque «Si Vos estás con nosotros, ¿quién podrá
contra nosotros» .
Hasta cada instante. Con amor, tu amigo
Néstor
Espero con ilusión que esta carta haya llegado a manos del Destinatario.
Cuando nos veamos, Él me lo habrá de
confirmar. Si te sintieras identificado con estos sueños míos, no dudes
en añadir tu firma al pie de esta carta, y
aun tus propias palabras. Esas que sé que te brotan del corazón.
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¡SI!
Claro que me siento identificado.
¡Cuanto hubiera deseado, como vos, ser parte de aquellos que compartieron su vida en la Tierra, cuánto desearía hoy dejarlo todo para seguirle, para compartir con él todas sus enseñanzas!
Firmo esa carta, sé que llegará a destino.
HÉCTOR |
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Claro que sí, yo tambien la firmo y agradezco a Dios, por su amor y su constante fidelidad!
Araceli
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