«Quiero que sepan qué dura es
la lucha que sostengo por ustedes
(…)para que conozcan el
misterio de Dios, que es Cristo»
(Cf. Col.2,1)
Cuando Dios se me reveló y me ofreció
el bautismo, no sabía que además de la oferta que me había enamorado: hacerme
su hijo, me estaba proponiendo designarme su mensajero. Que yo lo aceptara sin
oposición alguna -luego lo entendí-, también era un impulso que tenía su origen
en el soplo del Espíritu, quien, sin violar mi libertad, me animaba a aceptar
su oferta. Si mi respuesta era “sí”, ante mí se abriría un camino absolutamente
luminoso; con una luz que me permitiría sortear -aunque no sin dificultad-,
todos los obstáculos que en él me esperaban. Si, en cambio, hubiera optado por
rechazarlo, talvez la ruta a seguir hubiera sido menos ardua; más placentera,
sin la necesidad tan frecuente de vencerme a mí mismo, lucha esa en la que
tantas veces me retiré derrotado.
Sin embargo, hacerme su hijo lo sentí
como una bendición, sin el aditamento de responsabilidades, excepto intentar
vivir según Cristo (¡!). Tiempo después caí en la cuenta de que aquello
conllevaba, además, la obligación de ejercer la misión de mensajero de aquella
Noticia en la que había creído. Es que por entonces esto lo consideré una
obligación; una función que debía desempeñar porque era un ineludible deber
inherente a la dignidad de hijo que había recibido.
No fue sino hasta mucho tiempo
después, que habría de descubrir esa realidad como parte inseparable de aquella
bendición, y comenzaría a gozar de ese carácter de mensajero de la esperanza en
Cristo como un verdadero orgullo y privilegio.
En efecto, creo que al principio, mi
gozo por haber conocido a Jesús, tenía que ver más con la alegría y orgullo de
saberme un hijo de Dios, escogido por Él para serlo con destino cierto en su
casa y su mesa, que con la gratitud por la gracia recibida, y con los deberes
consecuentemente adquiridos. Y ciertamente, ignoraba que ese amor que había
comenzado a arder en mi corazón, lo iba a inflamar hasta hacer que aquellos
deberes se trocaran en necesidad imperiosa en mi vida.
Tuvo el Espíritu que afanarse
bastante y durante largo tiempo, para lograr que lo entendiera así, y aún más
para que comenzara a vivirlo.
Recordaba éste, mi itinerario en la
fe, cuando caí en la cuenta de que, además de hacer el esfuerzo por transmitir la Noticia en un mundo
desacralizado y escéptico, necesitaba usar el recurso de intercesión, y que
hasta entonces había sido siempre pobre mi oración por los hombres y mujeres a
los que debía transmitir aquel Mensaje. Recién comencé a orar más por ellos
cuando el Señor me brindó el privilegio de acompañar a los enfermos del
Hospital de Rehabilitación. Y no tanto, creo, porque hubiera tomado conciencia
de mi responsabilidad para con ellos, sino porque me hacían partícipe de sus angustias y yo,
inevitablemente sufría con ellos. Eso me empujaba a la oración pidiendo el
consuelo y la fuerza. Para ellos, sí, pero también para mí.
Ahora, leyendo las líneas de Pablo a
los Colosenses que cito en el epígrafe, se me ocurre ponerme “del otro lado” e
intentar imaginar el goce de Dios cuando el apóstol “lucha” con Él en su
oración, para lograr o acrecentar la fe de sus evangelizandos; viendo su pasión
por lograr que ellos acepten plenamente a Cristo como su Señor y Salvador; su
esfuerzo por hacerlos crecer en la fe y la esperanza; en el amor a Cristo.
El apóstol sabe que sólo Dios puede
conceder la gracia de la conversión y la perseverancia. Por eso “lucha” con Él
para que la conceda a sus hermanos. Y se me ocurre que ha de ser grande el gozo
del Señor ante la pasión intercesora desplegada en favor de sus hijos, por
aquél que fuera designado Su mensajero. Aunque la idea de forzar a Dios a favor
de alguno de sus hijos tan amados, más bien sea una metáfora, ya que es
precisamente Él quien más goza regalando su gracia. ”Habrá más alegría en el cielo
por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no
necesitan penitencia” (Lc 15,7).
Dame, Señor, la
gracia de ser, hasta el fin de mis días, tu mensajero incondicional y ardiente.
Que si mi cuerpo está gastado, mi alma siga siendo aquella de mis años jóvenes,
que quería escapar de su cárcel de carne y huesos para hacer llegar tu Buena Noticia hasta los
confines del mundo. Amén