La santidad no se adquiere. Como
la gracia misma, se recibe gratis. ¿Pero de veras es gratis; totalmente gratis?
Tengo para mí que algo habré de poner de mi parte. Santos son aquellos que
hacen cosas extraordinarias, o bien cosas ordinarias extraordinariamente bien
hechas, en favor de los demás. Los que contagian con su vida guardando la
palabra de Dios. Pero en todos los casos, estoy seguro de que estas cosas sólo
se pueden hacer impulsados por una vida interior fuerte y auténtica. Pero esa
vida interior no se puede desarrollar en alguien que recorra un camino de
extraversión, frivolidad y ligereza. Nadie que viva fuera de sí mismo; que
lleve una vida trivial, o intrascendente puede arrimarse a ese ideal. De eso
estoy bien seguro.
Leer las biografías de hombres y mujeres que han alcanzado altas cumbres
de fidelidad al Evangelio me hace desear fuertemente acercarme a esa vida de
relación con Dios. Por supuesto que no es necesario ser un monje o un ermitaño
para eso, pero una vida interior rica y
fecunda no puede ser engendrada más que por el Espíritu, y sólo puede crecer al
calor de la oración; en intimidad con Dios.
Sin embargo me pregunto por qué
alguien que está convencido de esto, no pondría de sí lo necesario para que ese
crecimiento se obre en su alma. Y me digo: ¡tantos años intentando alcanzar
aquella meta, y lejos de crecer hacia la cumbre, me hallo una y otra vez en el
llano! A veces me consuelo pensando que quizás es porque a medida que las nubes
que ocultaban la cumbre a los ojos de mi espíritu se van desvaneciendo; cuando
más conciencia tengo de la meta que me propone Jesús, más claramente puedo
evaluar la distancia que me separa de ella. Esto sería porque la veo en todo su
esplendor y más la deseo.
Aunque algo de esto sea verdad, es consuelo que dura poco. Bien pronto
caigo en la cuenta de que la pobreza de mi oración es la causa principal de que
esa distancia no disminuya. El Espíritu quiere -sé que no lo necesita pero creo
que lo desea- que nosotros pongamos algo de nuestra parte para crecer. Y ese
algo es, sin dudas, nuestro esfuerzo por estar en su presencia; vivir su
intimidad.
Como en el amor humano la pareja necesita intimidad para compartir,
conocerse, comunicarse y hacerse uno, así en la vida espiritual. Intimidad es
encuentro, oración es encuentro. En ella
el Espíritu mismo “intercede por nosotros” (Ro. 8,26) para salvar
nuestra pobreza y debilidad, e ir acercándonos a la meta en que se habrá de
cumplir el sueño de Dios para nosotros: que seamos totalmente a imagen y
semejanza de su Hijo amado; a Su imagen. Claro está que a ella hemos de llegar
plenamente en el encuentro definitivo, cuando Dios quiera llevarnos a su Reino.
Entonces allí alcanzaremos nuestra plenitud para la eternidad.
Pero es válido preguntarse qué tiene uno que poner de sí para lograr en
esta vida una verdadera intimidad con Dios por la oración. A mi entender, y
quizás porque son virtudes humanas de las que más me escasean, lo principal es
la constancia y tenacidad. Proponerse orar con voluntad firme y decidida, “con
ocasión o sin ella” (como diría Pablo, aunque refiriéndose a la proclamación de la Palabra). Del resto,
estoy seguro, habrá de encargarse el Espíritu Santo.
Pero bien sé yo que también esa, nuestra floja voluntad, necesita de la
ayuda del Espíritu para llevar a cabo este esfuerzo, por eso ruego que el Señor quiera soplar su Espíritu sobre mí y
cada uno de mis hermanos, e impulsar nuestra nave hacia esta meta anhelada.
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