Cuando nacen los bebés, el personal del hospital verifica de inmediato ciertos signos vitales. Una buena respiración, un llanto fuerte y un peso adecuado son todos indicadores de la buena salud física de un recién nacido. Del mismo modo, los signos vitales espirituales pueden decirnos cuán sanos estamos. Y el signo más vital de todos es el amor.
Cuando nos convertimos en creyentes nacidos de nuevo en Jesucristo, recibimos un corazón y un espíritu nuevos. Esto no es nada menos que el Espíritu de Cristo morando en nosotros. Sin Él, no hay una verdadera experiencia cristiana. “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).
Dado que el Espíritu Santo en nosotros es Dios; y dado que Dios es amor, entonces la esencia de aquél que mora en nosotros es el amor divino. Con razón, Jesús dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
Cuando el apóstol Pablo escribió a la iglesia en Colosas, él les contó cómo le agradeció a Dios cuando supo del “amor que tenéis a todos los santos” (Colosenses 1:4). Nota la salud espiritual de esa congregación. No se medía en base a cifras de asistencia o edificios imponentes, sino en lo que realmente cuenta ante Dios: el amor. Y no solo amor por algunas personas que eran fáciles de amar o con el mismo origen étnico. No, él se regocijó por la reputación que ellos se habían ganado, de amar a todo el pueblo de Dios.
Con demasiada frecuencia, si las personas son "diferentes", es decir, no de nuestro color o etnia, o no forman parte de nuestra congregación o denominación, su difícil situación en la vida rara vez toca nuestros corazones. Dios envió a Jesús a un mundo que era tan diferente o "contrario" a su naturaleza santa como uno pudiera imaginar. Su Espíritu Santo nos capacita para ser “imitadores de Dios…y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:1-2, énfasis añadido).
Jim Cymbala