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Un año más, la Pascua ha transcurrido. Al parecer, nada se ha
modificado en mi interior y una cierta tristeza invade mi corazón. Sin
pretenderlo, cruza por mi mente el pensamiento de los discípulos que caminan
hacia Emaús. Ellos no van
en busca de Jesús. Lo único que llevan, apenas oculto en sus espíritus, es el
dolor y la desesperanza. Huyen asustados y defraudados. Aquél a quien creían
que iba a ser su liberador, el ungido por Dios, el fuerte y todopoderoso, había
sido ajusticiado como un vulgar delincuente, entre ladrones y criminales.
Aquella esperanza había sido tan sólo una mera ilusión. Había acabado como una
piltrafa, un desecho humano pendiendo inerte de un madero.
¿Cómo podrían
buscarlo si lo vieron morir en aquella terrible, aciaga Cruz? ¡Estaban allí
cuando las últimas gotas de su sangre se fundieron con la tierra! Lo único que
perseguían ahora era su propia seguridad; alejarse del Sanhedrín y sus
esbirros. Poner distancia entre ellos y la realidad que los acosaba y los
llenaba de zozobra. Sin embargo,
contra todas las previsiones, en un recodo del camino, Él les sale al
encuentro. Claro que ellos no lo reconocen aún, sin embargo, Él camina con
ellos atizando la brasita que ha quedado en el rescoldo de sus corazones. Es
tarea difícil, Él los llama “Insensatos y tardos de corazón”. Es verdad que ellos habían
comenzado ya a sentir un extraño ardor en su interior... Al fin llegados a destino, la verdad
estalló como un relámpago silencioso en la noche oscura. ¡Sí…no cabían dudas,
era Él! Contra todas las realidades y
constataciones, ¡Él vivía! Por alguna razón que ignoro, se me antoja hoy que soy uno de
aquellos discípulos. Viajero ignorado
huyendo de un mundo enloquecido, amenazador, que marcha a contramano de las
enseñanzas del Maestro y de mis viejas convicciones: países contra países,
hermanos contra hermanos, todos contra todos… Un mundo que a todo trance
intenta convencerme de que Él ha muerto; “¡Dios ha muerto!” es el clamor del
mundo. En Jesús, Dios había nacido hombre, y en Él, Dios ha muerto, me trasmite
el mundo. Sin embargo, aún enceguecidos mis ojos en medio de la tormenta, hay
algo que me anima a seguir adelante; a caminar. Entonces sueño. Sueño y confío. Ahora tengo la esperanza de que en
algún momento del viaje; en cualquier recodo del camino, Él se me pondrá a la
par, y su Espíritu me guiará hacia la verdad. Ahora, en medio de mi soledad,
siento una extraña tibieza en el corazón. Por eso sé que algún día, al partir
Él el Pan, mis ojos se abrirán al fin a un cielo despejado y radiante. Lo
alumbrará “el Sol que viene de lo alto”.
Después de todo, la vida en esta tierra no es un valle de lágrimas
para quien atina a vivirla con los ojos del corazón enfocados al cielo; con la
alegría de la esperanza en Cristo y de una vida en Dios. ¡Esperanza, la dulce
esperanza! Sin embargo, acepto que quizás estas cosas; este despertar a la
Verdad absoluta, sólo sucedan al final del camino, como a los discípulos,
llegados ya a Emaús.
Comencé esta reflexión diciendo que al parecer nada se había
modificado en mi interior, pero ahora creo que sí, que cada Pascua, cada misa
que comparto, cada vez que medito las palabras que nos dejó, cada
día que el Señor me permite vivir en su presencia, algo crece, se desarrolla en
mí. Cada vez que siento arder mi corazón cuando oigo el dulce Nombre de Jesús,
algo está cambiando en él. Algo se despierta.¿Será quizás que este despertar es un capullo que ha ido creciendo
de a poco durante tantos años, y sólo falta que haga eclosión y muestre su
esplendor hasta la eternidad?
Sé que de cualquier modo habrá valido la pena andar el Camino
intentando compartirlo, porque el convite y el brindis no tendrán fin.
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Sí que hubo cambios, puedo dar fe y se testigo por conocerte, que este año no pasó en vano por tu vida.
De alguna forma, todos caminamos hacia Emaús. Peregrinos de un camino que sin darnos cuenta comienza a ser distinto, especial.
Gracias por estar, querido amigo. Me hace muy bien leerte.
HÉCTOR |
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