Caridad
con los de afuera
Después
de habernos explicado en qué consiste la verdadera caridad cristiana, el
Apóstol, a continuación de su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe
traducirse en acto en las situaciones de vida de la comunidad. Dos son las
situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las
relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda,
las relaciones “hacia adentro”, entre los miembros de la misma comunidad.
«Bendecid
a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis [...]. Procurad lo bueno
ante toda la gente; En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros,
manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la venganza por vuestra
cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia [...]. Por el contrario,
si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber [...].
No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,14-
21).
Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece
original y diferente de cualquier otro modelo ético, y nunca la parénesis (exhortación) apostólica parece más fiel y en
continuidad con la del Evangelio. Lo que hace todo esto particularmente actual
para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se
dirige a los creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en
un organismo que —en la medida en que se da cuenta de su presencia— lo rechaza.
Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana. En circunstancias
como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos,
desarrollando el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en
un mundo de perdidos. Con este sentimiento vivía, en aquel mismo momento
histórico, la comunidad esenia de Qumrán.
La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo
representa, en miniatura, la situación actual de toda la Iglesia. No hablo de
las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe
en tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del
profundo desprecio con que no sólo los cristianos, sino todos los creyentes en
Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general los más influyentes
y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos
extraños en una sociedad “evolucionada y
emancipada”.
La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo
instante en recriminaciones amargas y polémicas estériles. No se excluye
naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y
respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál
es la actitud del corazón que hay que cultivar en relación a una humanidad que,
en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas en lugar de la luz (cf.
Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual,
la de amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como
Jesús se hizo cargo de todos nosotros ante el Padre, y no dejar de llorar y
rezar por el mundo.
La
caridad hacia adentro
El
segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las
relaciones dentro de la comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos
de opiniones que surgen entre sus diversos componentes. A este tema el Apóstol
dedica todo el capítulo 14 de la Carta.
Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia
conciencia. Si uno está convencido en conciencia de cometer un pecado haciendo
una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no viene de la
conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es
respetar la conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano:
«Pero
tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […]
Dejemos, pues, de juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo
o escándalo al hermano» (Rom 14,10-13).
El
tercer criterio afecta principalmente a los «fuertes» y es evitar dar
escándalo:«Sé,
y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro
por sí mismo; lo es, para aquel que considera que eso es impuro. Pero si un
hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor: no
destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo [...] procuremos lo que
favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14,14-19).
Cada
uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su
elección: si existe el señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio,
más o menos larvadamente, su afirmación, el propio «yo» y su poder; si su
elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica, o si depende
en cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia
opción política. Esto vale en uno y otro sentido, es decir, tanto para los
llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para
quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien
está de parte de la continuidad y la tradición.
Hay
una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre
este tema, una cierta incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la
Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible al compromiso y en
ocasiones incluso enfadado.
La
explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre
todo, el juicio en Antioquía está mucho más claramente vinculado a lo esencial
de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que se tratara en Roma.
En segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas como
fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los
romanos les habla a título de maestro y hermano en la fe: para contribuir,
dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel
del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben
respeto y escucha.
Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final
que el Apóstol dirigió a la comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como
Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7).
Fr. Raniero Cantalamessa OFM Cap. (Síntesis)