¿No serán quizás los ojos del
Señor, que perdonaban,
los dulces y amables ojos del
querido Humberto,
que sólo con ellos puede
manifestar su ‘si’, su ‘no’,
y mansedumbre y amor, y la
alegría y el dolor
que su voz no puede expresar?
De Alfonso-Cristo (nfb).
Un firme mojón
en mi paso por el ministerio del alivio (acompañamiento a los enfermos), que
desempeñé en el hospital, lo constituyó, sin dudas, mi encuentro con Humberto:
un hombre de, quizás, entre treinta y treinta y cinco años, que había sido
arrollado por un tren y salvado su vida por un verdadero milagro. Luego de
permanecer en estado de coma, en un hospital del Gran Buenos Aires durante más
de dos años, había recuperado la conciencia y fue trasladado al hospital de
rehabilitación donde yo lo conocí. Pero recuperar la conciencia no significó
más que eso: entender que estaba absolutamente desvalido y sin el control de
ninguna de sus facultades, excepto las mentales y la vista. Con los ojos hacía
entender por sí o por no su respuesta a las preguntas que le hacíamos y apenas
esbozaba una sonrisa, especialmente cuando su esposa, que gracias a Dios lo
acompañaba fielmente, le hacía algún mimo, porque ni siquiera manejaba los
músculos de su rostro.
Sin habla, ni
movilidad en las extremidades (apenas lograba mover algo las manos y los dedos),
era realmente conmovedor ver a un ser tan joven reducido a aquel estado. Por
eso durante meses dediqué buena parte de mi servicio en aquel hospital a
compartir mi tiempo con el querido Humberto.
Fue así que yo leía en voz alta párrafos del
Evangelio, “Juntos” invocábamos al Jesús de los milagros. Aquél que hacía
caminar a los paralíticos, hablar a los mudos, y aún resucitaba a los muertos.
Y digo que lo invocábamos, porque, aunque él no podía pronunciar palabra, por la
expresión de su rostro y su mirada, yo podía entender que me acompañaba en la
oración. Y sus ojos brillaban muy particularmente cuando rogábamos hallar el
refugio y consuelo de la Madre del Señor.
Un día de aquellos,
el Espíritu quiso iluminar mi inteligencia, y me sugirió usar de cierta argucia
para que pudiera comunicarse al menos un poco más. Rescaté una vieja
computadora que, aunque antigua y desactualizada, aún servía para escribir en
la pantalla, y comenzamos con su esposa a tratar de que llegara con sus dedos
móviles al teclado.
Importante y
conmovedor para mí fue el día en que me recibió con un gesto que reconocí como
esbozo de sonrisa, la esposa puso el teclado al alcance de sus dedos, y él, no
sin bastante dificultad, logró escribir: graciasnestor.
A continuación, yo escribí: Gracias a Jesús
misericordioso. Sus ojos brillaron de un modo muy particular, y la pantalla
se iluminó –o así me lo pareció a mí- con un interminable: ssssiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
No es mucho
más lo que puedo contarte acerca de Humberto, porque poco después fui afectado
por una enfermedad que me tuvo varios meses lejos del hospital, y cuando al fin
volví, él ya no estaba allí. Nadie supo decirme adónde lo habían trasladado, de
modo que de él sólo me quedó un hermoso recuerdo, y la gratitud al Señor por
haberme dado el gozo de poder ayudarlo en
uno de sus “milagros”. Nunca escuché una palabra de sus labios, pero te aseguro
que sí pude descubrir en el fondo de sus ojos, la dulce presencia del Todo
Misericordia que lo sostenía en la esperanza.
Quizás el
hecho de que, por diversas circunstancias, a ninguno de los enfermos que allí
pude acompañar en sus dolores y angustias lo hubiera podido seguir tratando más
allá de su paso por el hospital -hecho éste que tantas veces lamenté -, haya
sido, sin embargo, uno de los aprendizajes más fructuosos de aquella etapa de
mi entrega a Jesús en los hermanos. Tal vez poder disfrutar de su amistad y
gratitud me hubiese llenado de gozo, sí, pero quizás también de falso orgullo y
vanidad. Algo así como sentirme satisfecho de mi tarea. De este modo, en
cambio, sólo me resta decir: “soy un siervo inútil, tan sólo hice lo que debía
hacer” (Cf Lc 17,10).
Amén.