El pecado tiene consecuencias. Esta verdad la hemos visto en nuestras propias vidas, ¿cierto? Vemos cómo el pecado nos promete satisfacción pero al final nos deja vacíos. Vemos cómo nos promete placer pero al final nos deja llenos de culpa. Hemos visto y vivido las consecuencias del pecado y aun así volvemos a caer. Luchamos contra pecados específicos en nuestras vidas pero nuestras victorias parecieran durar poco tiempo.
Es como si el pecado nos mirara a los ojos y con una sonrisa sarcástica dijera: “Aquí estoy otra vez, no pudiste deshacerte de mí. Puedes volver a intentarlo pero no podrás vencerme”.
Pero, ¿por qué? Sabemos que si estamos en Cristo, su obra de redención, su vida misma, su muerte por nuestra maldad, y su resurrección nos ha librado del poder del pecado y de la muerte espiritual.
Sabemos por la Palabra que si estamos en Cristo nuevas criaturas somos, que las cosas viejas pasaron y fueron hechas todas nuevas (2 Co. 5:17). También sabemos que no hay condenación para los que están en Cristo Jesús (Ro. 8:1).
¿Entonces por qué, si todo esto es cierto, el pecado en ocasiones parece vencernos? ¿Qué hace falta en nuestras vidas para que podamos apropiarnos de la libertad del poder del pecado que Cristo nos ha otorgado?
La Palabra misma nos da la respuesta: la clave para nuestra transformación se encuentra en la renovación de nuestra mente.
De adentro hacia afuera
En la carta a los Efesios encontramos un llamado a cómo debemos responder a las verdades del evangelio a través de nuestra vida misma:
“Si en verdad Lo oyeron y han sido enseñados en Él, conforme a la verdad que hay en Jesús, que en cuanto a la anterior manera de vivir, ustedes se despojen del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad”, Efesios 4: 21-24.
En los versos anteriores encontramos al apóstol Pablo llamando a los creyentes a caminar de acuerdo a la nueva identidad que han recibido en Cristo Jesús, por medio de su obra redentora en la cruz.
Como respuesta a eso que ya somos, a esa identidad que ya poseemos, estamos llamados a despojarnos de nuestra anterior manera de vivir y a vestirnos del nuevo hombre. Ese nuevo hombre del que debemos vestirnos es ese grupo de pensamientos, emociones, y prácticas que Dios ha creado para que andemos en ellas y que son conforme a su esencia misma.
La clave para nuestra transformación se encuentra en la renovación de nuestra mente.
La pregunta es entonces: ¿cómo hacemos esto? ¿Cómo podemos vestirnos de eso que Dios ya ha creado para nosotras?
La clave para nuestra transformación se encuentra en la renovación de nuestra mente.
Mentes renovadas
No hay manera en la que yo pueda despojarme del viejo hombre y vestirme del nuevo si mi mente no está renovada.
Muchas veces nos encontramos luchando con el pecado y nos damos cuenta de que el pecado termina victorioso en nuestra vida, porque solamente tenemos una respuesta externa frente este. Tratamos de desvestirnos y vestirnos sin que haya ocurrido una renovación en nuestra mente.
Esa renovación que necesitamos viene solamente por la Palabra de Dios. Es la Palabra la que pondrá los pensamientos de Dios en nosotras y alineará nuestros deseos con los de Él.
No hay transformación sin renovación. Nuestra conducta no puede cambiar si no cambia nuestra mente, porque nuestros pensamientos determinan nuestras acciones.
Es la Palabra la que pondrá los pensamientos de Dios en nosotras y alineará nuestros deseos con los de Él.
A través de la meditación de las Escrituras y la oración nuestras mentes van cambiando, y la mente de Dios se va formando en la nuestra, lo cual lleva a la transformación.
Si queremos cambio en nuestra vida, si queremos cumplir con el llamado de la Palabra a despojarnos de nuestra anterior manera de vivir y vestirnos de la nueva identidad que Él ha creado y nos ha otorgado en Cristo, debemos estar expuestas a la Palabra para que nuestras mentes sean trasformadas.
Transformados por la Palabra
Nuestra mente no se renueva apartada de la Palabra; aún con eso, es importante tomar en cuenta que no necesariamente el acto mismo de abrir las Escrituras y leerlas nos cambia.
Sí debemos ir y depender de las Escrituras, pero esto debemos hacerlo entendiendo que:
- Es el poder del Espíritu Santo el que nos transforma. Es el Espíritu de Dios que levantó a Cristo de entre los muertos quien toma la Palabra y va produciendo transformación en nuestras vidas. La obra no depende de nosotras sino de Él.
- Debemos ir a la Palabra en humildad, reconociendo que en ella está la autoridad y no en nosotros, reconociendo que la necesitamos, y recordando que es Dios mismo quien nos habla a través de ella.
- Debemos ir a ella con Cristo en el centro y no nosotras. Vamos a la Palabra para conocer más a nuestro Señor, para encontrarlo en cada pasaje, en cada verso, para que Él se haga grande en nuestras mentes y nosotras mengüemos (Jn. 3:30).
- Debemos meditar en lo que leemos, porque estudiar la Palabra sin meditar no trae fruto.
- Debemos ir a ella en obediencia y fe, dispuestas a responder al llamado que la Palabra nos hace. Debemos confiar en que Él es bueno y no hay que nos separe de su amor.
Entonces, cuando vamos a la Palabra de esta manera, nuestras mentes se van transformando y nuestra conducta va cambiando, porque la clave para nuestra transformación se encuentra en la renovación de nuestra mente, y esto solamente por el poder de su Espíritu a través de la Palabra de Dios.
Llegará un día en el que nuestra lucha con el pecado se acabará, y seremos cubiertas de vestiduras blancas por los méritos de la sangre del Cordero. Pero mientras llega ese día, por nuestra nueva identidad y en dependencia del poder de su Espíritu, vayamos a la Palabra para que nuestra mente sea renovada. Despojémonos del viejo hombre y vistámonos del nuevo que ha sido renovado en Cristo Jesús.