Pablo, antes conocido como Saulo de Tarso, se dirigía a Damasco con un pequeño ejército para llevar cautivos a los cristianos, llevarlos de regreso a Jerusalén, encarcelarlos y torturarlos. Pero Jesús se le apareció a Saulo en el camino de Damasco, cegándolo. “[Saulo] estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió” (Hechos 9:9).
En esos tres días, la mente de Saulo estaba siendo renovada. Él pasó todo el tiempo en oración intensa, considerando su vida pasada, y comenzó a menospreciar lo que había sido. Fue entonces cuando Saulo se convirtió en Pablo.
Este hombre había sido muy orgulloso, lleno de celo equivocado. Él buscaba la aprobación de otros hombres altamente religiosos, pero luego dijo: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:8).
Pablo era un hombre que podía decir: “Alguna vez fui alguien. Todos mis compañeros, incluidos mis amigos fariseos, me tenían en alta estima. Estaba subiendo a la cima y era considerado un hombre santo, un poderoso maestro de la ley. Tenía una reputación en la tierra y no tenía culpa ante los ojos del pueblo”.
“Pero cuando Cristo me tomó, todo cambió. El esfuerzo, la competencia, todo lo que pensaba que daba sentido a mi vida, se rindieron. Me di cuenta de que había fallado por completo en seguir al Señor”.
Pablo pensó que sus ambiciones religiosas, su celo, su espíritu competitivo, sus obras, su actividad, eran todas justas. Pero Cristo le reveló que todo eso era carne, todo para sí mismo. Por lo tanto, Pablo declaró: “Puse a un costado todo deseo de éxito y reconocimiento y decidí ser un siervo” (ver 1 Corintios 9:19).
Si deseas que despojarte de ti mismo, de tu ambición y de tu reputación mundana, te animo a que sigas el ejemplo de Pablo. No conozco otra manera de lograr un corazón de siervo, excepto a través de la oración.
DAVID WILKERSON