Después de que el Espíritu Santo diera a luz a la iglesia y marcara a los primeros seguidores de Jesús con su fuego santo, los resultados inmediatos en sus vidas fueron dramáticos y abundantes.
“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. Y sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles. Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:42-47).
Anhelo ese tipo de iglesia hoy, un cuerpo unificado de Cristo. Y creo que Dios también lo anhela. Esta es una iglesia unificada por una visión clara de nuestra urgente misión y propósito en este mundo. Es una iglesia unida, en la que los creyentes de todas partes aprenden a ver a las personas perdidas a su alrededor como Dios las ve. Y es una iglesia que comparte con estas almas perdidas un mensaje único, simple y unificador: las buenas nuevas de Jesucristo.
Los creyentes del primer siglo comenzaron en una pequeña habitación con sólo un puñado de personas, pero aceptaron ese desafío; y Dios usó la fidelidad de ellos para tener un impacto eterno en su cultura y en el mundo. El pueblo de Dios ahora asciende a cientos de millones en todo el mundo y aunque no tengamos el mismo campo misionero, todos tenemos el mismo mandato de Jesús: evangelizar al mundo.
Sólo imagina lo que se puede lograr cuando el pueblo de Dios se movilice en unidad para alcanzar a los perdidos. Y tú puedes ser parte de este santo mandato al alcanzar a quienes te rodean: tu familia, tus compañeros de trabajo, tus vecinos.
Nicky Cruz