Hace veinticinco años, mi mundo se desmoronó.
Acababa de cumplir 39 años, estaba felizmente casado, tenía cinco hijos, y servía como pastor asociado de una plantación de iglesia con dos años en crecimiento. Mi salud estaba bien, disfrutaba de una vida activa, y abundaban las oportunidades de ministerio. Todo se veía bien desde el exterior.
Pero por dentro era una historia diferente. Desde enero de 1994, el miedo, la desesperanza, la depresión, el desapego, la ansiedad, y el vacío se habían convertido en mis compañeros diarios. Toda mi vida me había enorgullecido de mi habilidad para pensar con claridad, pero de repente, algunos pensamientos comenzaron a correr por mi mente y no podía detenerlos. Los ataques de pánico me venían con regularidad. Pensé que moriría en unos meses.
Y luego estaban los efectos físicos. La mayoría de los días me costaba recuperar mi aliento. Mis brazos me picaban incesantemente, y ninguna cantidad de rasguños aliviaba esa sensación. Cuando no sentía un peso de 200 kilos presionado mi pecho, a menudo sentía un vacío espeluznante. Mi cara me temblaba. Me mareaba. Pasé muchas noches caminando y tratando de orar.
“Esto no le sucede a los pastores”
Aparte de las presiones normales de un pastor plantador de iglesias, no había razones obvias por las que parecía que me estaba volviendo loco. En un esfuerzo por descartar posibles causas, hice una cita con mi médico para un chequeo completo. Me dieron los resultados. Estaba “bien”.
Nada me había preparado para lo que me estaba pasando. Mis acusaciones internas de que “esto no le pasa a los pastores” solo me pusieron más frenético. Busqué infructuosamente algo que me diera la victoria sobre lo que luchaba. La Escritura. La oración. Adoración en música. Un retiro. Vacaciones. Incluso un viaje a Canadá durante la “bendición de Toronto”. Nada me ayudó.
Al principio, pensé en ver a un consejero, tal vez incluso a un psiquiatra. Sabía que las personas con desequilibrios hormonales, incapacidad para dormir, o historias personales traumáticas se beneficiaban de una intervención médica. Me pregunté si las medicinas podrían ayudarme a recuperarme para lidiar con lo que estaba experimentando.
También me identifiqué con varias etiquetas que había leído. Ataque de nervios. Agotamiento. Trastorno de ansiedad. Depresión. Lo que estaba pasando me estaba afectando emocional, física, mental, y espiritualmente. Los síntomas eran demasiado numerosos e intensos para pensar que esto era solo un problema de “pecado”.
Pero ninguna de las etiquetas que le asigné a mi condición identificaba las causas raíz. Si lo que estaba experimentando se originaba en mi propio corazón (como parecía), quería explorar eso primero. Quería ir al evangelio para ver lo que podría faltarme.
Los siguientes dos años y medio fueron los más difíciles de mi vida. Pero sabiendo lo que aprendí de ellos, fueron, sin lugar a dudas, los mejores años.
Muchas personas, sobre todo mi esposa Julie, fueron medios de gracia invaluables durante ese tiempo. Espero ser un medio de gracia para ti y para otras personas que conozcas que hayan pasado por algo similar a lo que he estado describiendo. Estas son algunas de las lecciones que Dios me enseñó durante ese tiempo.
Sin suficiente desesperanza
Nuestro problema no es que no tenemos esperanza. El problema es que esperamos en cosas que no son Dios.
Aproximadamente un año después de mi temporada oscura, le dije a mi buen amigo Gary que me sentía muerto por dentro. La vida no tenía sentido. Me sentía completamente sin esperanza. La respuesta de Gary fue una que nunca olvidaré y que he transmitido a innumerables personas: “No creo que estés lo suficientemente desesperanzado. Si lo estuvieras, dejarías de confiar en lo que puedes hacer y confiarías en lo que Jesús ya ha hecho por ti en la cruz”.
Nuestro problema no es que no tenemos esperanza. El problema es que esperamos en cosas que no son Dios. En nuestras propias habilidades. En un resultado que queremos. En nuestra reputación. En la seguridad financiera. Tú llena el espacio en blanco. Y cuando los ídolos en los que esperamos no nos dan lo que nos prometieron, nos asustamos. Nos desesperamos. Atacamos. Nos entumecemos.
Es por eso que, por lo menos veinticinco veces, los salmistas hablan de esperar en el Señor y en su Palabra. Por eso David nos dice que “esperemos en el Señor desde ahora y para siempre” (Sal. 131:3). Es fácil y normal esperar en algo que no sea Dios.
Bienaventurados los que conocen su necesidad
Durante la mayor parte de mi vida hasta ese momento, mi corazón servía agresivamente a los ídolos de recibir crédito y tener el control. Esos ídolos revelaron una ambición egoísta que deseaba no solo la aprobación de la gente sino también su aplauso, incluso su adoración. Quería recibir la alabanza que solo Dios merece.
Cuando no pude hacer que todos pensaran que yo era tan grande como pensaba, o cuando me di cuenta de que el mundo no se inclinaba ante mis deseos, mis ídolos me castigaron: mental, emocional, y físicamente. Pensé que era una víctima. Pensé que la depresión estaba acosándome desde afuera. En realidad, fui yo quien la produjo a través de mis propios miedos, incredulidad, y falsa adoración. Abandoné mi única esperanza de amor constante (Jon. 2:8).
Con el tiempo, vine a ver que Dios estaba guiando todo este proceso para volver mi corazón hacia Él. Quería apartarme de mi idolatría egocéntrica para que pudiera encontrar la mayor alegría de buscar su gloria en lugar de la mía.
Beneficios que no creemos que necesitamos
En el primer año de mi prueba, a menudo no me afectaban las disciplinas espirituales normales, como leer las Escrituras, reunirme con la iglesia los domingos, y orar. Las promesas de la Biblia parecían lugares vacíos, destinados a aquellos que estaban bien. En realidad no veía claramente lo más profundo de mi necesidad.
Jesús murió en la cruz para salvar a la gente desesperada y temerosa.
Un amigo me introdujo al libro Pecado y tentación de John Owen, y Dios lo usó para mostrarme cuán engañado podía estar mi corazón. En lugar de preguntarme por qué me sentía tan desesperanzado y temeroso, comencé a reconocer esos sentimientos como el efecto de verme funcionalmente como mi propio salvador. Aparte de Jesús, estaba completamente desesperanzado y tenía toda razón para temer. Pero Jesús murió en la cruz para salvar a la gente desesperada y temerosa. Y yo era uno de ellos.
Ese proceso de pensamiento, repetido mil veces, me apuntó una y otra vez al Salvador que necesitaba más de lo que me había dado cuenta.
Los sentimientos son pruebas poco confiables
Los Salmos nos enseñan que una relación con Dios involucra nuestras emociones. La presencia de Dios trae gozo, las promesas de Dios traen consuelo, la provisión de Dios trae satisfacción (Sal. 16:11; 119:50; 145:16). Pero yo intentaba arraigar mi fe en mis experiencias en lugar de en la Palabra de Dios. Buscaba la paz sostenida como evidencia de que la Biblia era verdadera, y me encontré persiguiendo experiencias en lugar de a Jesús.
Cuando el evangelio no me afectaba, comencé a ver que otros deseos estaban trabajando en mi corazón. La ambición egoísta. Expiación propia. Obras de justicia. Un amor a lo fácil.
Los sentimientos me dicen que algo está sucediendo en mi alma, pero no necesariamente me dicen por qué siento (o no me siento) de cierta manera. Eso lo descubrimos a través de confiar y buscar a Dios con paciencia y consistencia (Pr. 2:1–5). Cuando insisto en encontrar alivio a mi angustia emocional antes de creerle a Dios, estoy viviendo por vista, no por fe.
El enfoque en mí mismo no derrotará en última instancia a mis pecados
En marzo de 1995 me fui a un retiro personal. Después de 24 horas, decidí que mi problema era que estaba dependiendo demasiado de mi propia justicia y necesitaba confiar en la justicia de Cristo.
Cuando llegué a casa, me comprometí con una rígida disciplina de memorización de las Escrituras. Julie me dijo que volví más atado que cuando me había ido. Una razón por la que mi temporada oscura duró tanto tiempo fue por mi creencia de que tanto el problema como la solución estaban en mí. Pensaba que el problema era mi falta de fe, mi legalismo, mis malas decisiones. Necesitaba memorizar más Escrituras, hacer más, hacer menos, no hacer nada, hacer todo.
Con el tiempo, Dios me mostró gentilmente que la muerte del pecado me involucra pero no depende de mí. La gracia de Dios viene sobre las personas humildes y necesitadas, nunca sobre aquellos que piensan que la merecen o pueden ganársela. El consejo de Robert Murray M’Cheyne sigue siendo sabio: “¡Por cada vez que te mires a ti mismo, mira diez veces a Cristo!”. Mira su vida perfecta, su sacrificio de sustitución, y su gloriosa resurrección. Su vida es una corriente interminable de deleite, esperanza, y transformación (2 Co. 3:18).
Lleva cada tentación a Cristo
La madurez no es ser libre de la tentación, sino responder a la tentación más a menudo con lo que Dios ha dicho y hecho por nosotros en Cristo. Frecuentemente pensé que estaba reincidiendo cuando las tentaciones de ansiedad, miedo, desesperanza, y depresión reaparecían (o incluso aumentaban). En esos momentos me sentí tentado a pensar que lo que había estado haciendo y creyendo no funcionaba.
Pero John Owen observó: “Tu estado no debe medirse en lo absoluto por la oposición que el pecado te hace, sino por la oposición que le haces al pecado”. En mi desaliento me sentía tentado a correr a algo que no era el refugio de la Palabra de Dios y el evangelio. Comencé a dudar de que escuchar la predicación de la Biblia los domingos pudiera hacer algo bueno. Pero las promesas de Dios siguen siendo verdad sin importar cuántas veces las olvidemos o las descuidemos. Jesús siempre será el único Salvador que murió por mis pecados para soportar mi castigo y reconciliarme con Dios (1 Pe. 3:18). En Él estoy verdaderamente perdonado, justificado, adoptado, y estoy eternamente seguro en el amor y cuidado de Dios.
Mientras continuaba confesando mi insuficiencia con frases como: “Tú eres Dios, yo no lo soy”, vi más claramente que solo Dios siempre será mi roca, mi amor constante, mi fortaleza, mi libertador, y mi refugio (Sal. 144:1-2).
Viajando por el valle
Las lecciones que aprendí durante esos años han dado forma a mi caminar con Dios hasta hoy. Sigo luchando contra muchos de los mismos pecados contra los que luché hace veinticinco años, pero lucho con mayor claridad y confianza en Aquel que ha ganado la guerra. Las tentaciones son menos frecuentes y menos intensas. He sido capaz de apuntar a otros que han estado atravesando temporadas similares a la esperanza transformadora de vida que tenemos en el evangelio.
Eliminar las dificultades, los problemas, y las pruebas no es la única manera en que Dios nos demuestra que es bueno. En lugar de soluciones superficiales, Jesús realmente nos libra de nuestras falsas esperanzas de salvación, satisfacción, y consuelo. Queremos alivio del dolor, pero Dios quiere hacernos como su Hijo. Queremos un cambio en nuestras circunstancias, pero Dios quiere un cambio en nuestros corazones. Un Salvador crucificado y resucitado prueba de una vez por todas que realmente Él puede lograr ese cambio.
Aprendí que el objetivo de la batalla contra la agitación emocional no es simplemente la paz emocional. El objetivo es conocer a Cristo.
Aprendí que el objetivo de la batalla contra la agitación emocional no es simplemente la paz emocional. El objetivo es conocer a Cristo. Comprender eso me llevó a orar en una ocasión: “Si ser así durante el resto de mi vida significa que te conoceré mejor, entonces déjame así”. Afortunadamente, Dios no me dejó como estaba. Él me dio una confianza más profunda en el cuidado de mi Padre celestial, un amor más apasionado por Jesús y el evangelio, y una mayor conciencia de la presencia de su Espíritu.
Ahora sé lo que Pablo quiso decir cuando dijo: “Vivir es Cristo, y morir es ganancia” (Fil. 1:21). Por eso le agradezco a Dios que, en su abundante misericordia, hizo que mi mundo se desmoronara hace veinticinco años.