“¡Lamento interrumpirte!”, dije. Acababa de empezar a hablar con una amiga en la iglesia. Estaba ansiosa por ponerme al día. Pero mientras hablaba, noté a una mujer sentada sola, hojeando su boletín.
Honestamente, deseé no haberla visto. Interrumpir a mi amiga sería grosero. ¡Necesito invertir en mis amigos! Es probable que alguien más vea a esa mujer. Estas fueron algunas de las excusas que pasaron por mi cabeza. Pero la mujer era claramente nueva y quizá no era creyente. Entonces, de mala gana, interrumpí a mi amiga.
Tan pronto como me senté con la visitante, le agradecí a Dios haberlo hecho. Ella había sido criada católica, y no había ido a la iglesia en más de una década. Su prometido acababa de romper con ella justo antes de su boda, y necesitaba algo más en la vida. Me arriesgué y le pregunté si le gustaría venir a nuestro grupo de comunidad. Ella dijo que sí. Ella ha estado yendo a la iglesia y al estudio bíblico desde entonces.
Esta fue una de las muchas oportunidades que mi esposo Bryan y yo hemos tenido para conectarnos en la iglesia con personas que todavía no son cristianas. Mi esposo y yo tenemos poco en común. Soy extrovertida; él introvertido. Soy de Inglaterra; él de Oklahoma. Me gusta la literatura; él es ingeniero. Pero Dios nos unió en torno a un sentimiento compartido de misión, y Bryan recientemente expresó esa misión en tres reglas. Estas reglas hacen que nuestros domingos sean menos cómodos, pero más gratificantes. Si estás cansado de la comodidad, ¡quizá quieras intentarlo!
1) Una persona sola en nuestras reuniones es una emergencia
En tiempos de crisis, hacemos cosas extrañas. Interrumpimos conversaciones. Dejamos de lado las convenciones sociales. Si alguien se colapsa en el edificio de la iglesia, todos se movilizan. Pero cada semana hay personas que entran a nuestras reuniones por primera vez y son ignoradas. Es posible que no conozcan a Jesús, o que hayan pasado años vagando lejos de Él. Su salud espiritual está en juego, y una conversación sencilla podría ser el líquido intravenoso que Dios usa para prepararlos para una cirugía que les salve la vida. Las vidas eternas están en juego.
¿Qué pasa si el que está solo es un miembro regular de la iglesia? Un creyente solo también es una emergencia. “En esto conocerán todos que son Mis discípulos —dijo Jesús—, si se tienen amor los unos a los otros” (Jn. 13:35). Por supuesto, a veces disfrutamos de la soledad, pero la soledad en la iglesia es tan mala en nuestras reuniones como la falta de oración o la falta de generosidad. ¿Cómo podemos afirmar que somos “un cuerpo” (1 Co. 12:12) cuando ni siquiera podemos sentarnos juntos y comprometernos unos con otros en la iglesia?
Yo asisto a la iglesia con una familia de cinco. Pero la principal unidad familiar en el Nuevo Testamento no es la familia nuclear: es la iglesia. De hecho, Jesús prometió que cualquiera que dejara a la familia para seguirlo recibiría mucha más familia (Mr. 10:29-30). Hay formas tangibles de expresar esto en la iglesia. Aquellos de nosotros que asistimos con nuestra familia nuclear podemos invitar a otros a sentarse con nosotros, o incluso separarnos para sentarse con otros.
El domingo pasado, por ejemplo, decidí sentarme entre dos hermanas en Cristo, una de Nigeria, y una de Ghana, a disfrutar de adorar a Jesús con ellas. Ser un cuerpo con nuestros hermanos espirituales significa más que sentarse con otros en la iglesia, pero ciertamente no significa menos.
¿Qué pasaría si nos preguntáramos: “¿A quién puedo amar?”.
Este llamado no es solo para personas casadas. Si vienes solo a la iglesia, no subestimes lo que Dios podría hacer a través de ti para bendecir a otros. Hace un tiempo, una amiga soltera compartió la tristeza que le causaba sentarse sola en la iglesia. Ella es una extrovertida socialmente ágil y encantadora, ¡y le dije que no tenía derecho a sentarse sola cuando podría estar bendiciendo a otros con su compañía! Pienso que todos, en un momento u otro, hemos entrado en una reunión y nos hemos preguntado: “¿Quién me amará?”. Pero ¿qué pasaría si nos preguntáramos: “¿A quién puedo amar?”.
2) Los amigos pueden esperar
¿Me perdí un tiempo de cercanía con la amiga que interrumpí para saludar a la mujer que estaba sentada sola? Si y no. La Biblia nos llama compañeros del lucha (Fil. 2:25; Flm. 2), y pocos lazos son más fuertes que los forjados en la batalla. Los soldados rara vez se pelean entre sí en plena batalla. Más bien, miran hacia adelante, de pie, hombro con hombro, o en situaciones extremas, espalda con espalda. El combate aumenta la cercanía.
“¿Reconoces a esa mujer?”, le pregunté a otra amiga hace unos domingos, cuando comenzamos a hablar. “No. Debería ir a hablar con ella, ¿no?”, me respondió. Cuando vi a mi amiga alejándose para saludar a la recién llegada, sentí una cercanía que no habría sucedido excepto por nuestro esfuerzo compartido.
Los amigos pueden esperar nuestra atención un domingo. Mejor aún, también pueden movilizarse con nosotros en la misión. Espolearnos mutuamente para en el nombre de Cristo darle la bienvenida a alguien que no conocen no debilitará nuestras amistades; las hará más profundas.
3) Presenta a los recién llegados con alguien más
Hace unos años conocí a una mujer en la fila de pago en un supermercado. Esa mujer acababa de llegar de China, y era académica visitante en Harvard. Nos pusimos a hablar y corrí el riesgo de invitarla a la iglesia. Ella dijo que sí. Su inglés era mucho mejor que mi inexistente mandarín, pero de todos modos nos relacionamos a pesar de la barrera del idioma, así que después del servicio le presenté a una amiga que habla mandarín. Minutos después, mi hermana en Cristo estaba intercambiando números con la visitante. Yo no había podido explicar bien la situación, pero mi amiga inmediatamente reconoció la oportunidad del evangelio ante ella.
Nuestras reuniones deben atravesar las líneas demográficas, y debemos comprometernos a conectarnos con aquellos que no son como nosotros.
Incluso sin la barrera del idioma, los recién llegados se benefician de tener múltiples conexiones con otros. Cuando puedo, busco a alguien con quien yo tenga algún vínculo: el mismo país de origen, estado de origen, escuela, profesión, o etapa de la vida. Pero nuestras reuniones deben atravesar las líneas demográficas, y debemos comprometernos a conectarnos con aquellos que no son como nosotros.
De hecho, si algunas de nuestras conversaciones dominicales no están siendo difíciles al empujarnos más allá de nuestros temas de conversación habituales y conectarnos a pesar de las diferencias, es probable que no estemos llevando a cabo la comunión correctamente. Pablo, al denunciar las divisiones raciales, culturales, y sociales de su tiempo, les recordó a los colosenses que en Cristo no hay “griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, Escita, esclavo o libre, sino que Cristo es todo, y en todos” (Col. 3:11).
Tomar el riesgo
Entonces, este domingo, arriesguémonos. Acerquémonos a otros a pesar de las pequeñas divisiones e imitemos a quien derribó la gran división por nosotros. Y exhortemos a nuestros amigos a hacer lo mismo, porque la cosecha en nuestras reuniones es abundante.
Es posible que nunca sepamos qué diferencia hizo un pequeño acto de bienvenida. Pero a veces Dios nos permite ver cómo ha entretejido nuestros pequeños actos en su plan más grande. El mes pasado le pedí a nuestro grupo de estudio bíblico que compartiera un momento en que Dios les había traído bendición a través de alguna dificultad. La respuesta más conmovedora para mí fue de la mujer por la que había dejado a mi amiga ese domingo: “Estoy muy agradecida de que mi prometido rompiera conmigo. Si eso no hubiera sucedido, no habría encontrado a Dios”.