Es común oír a creyentes decir que van a “adorar a Dios” solo cuando se reúnen los domingos. Incluso algunos van más allá y reducen la adoración exclusivamente al tiempo que dedican a cantar en el culto. Sin embargo, ¿es bueno pensar de esa manera?
Es cierto que hay una bendición especial cuando el pueblo de Dios, la iglesia, se reúne para cantarle, orar, escuchar su Palabra predicada, tener comunión con los hermanos, etc. (Sal. 133). Debemos animarnos y exhortarnos a no dejar de congregarnos como algunos acostumbran (Heb. 10:25).
Pero la adoración no puede ni debe restringirse solo a cuando nos reunimos los domingos, porque caeríamos entonces en religiosidad y nuestra adoración no sería agradable a Él: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí” (Mt. 15:8).
Más allá de canciones
Adorar a Dios es reconocer quién es Él, sus atributos, su majestad, sus obras pasadas, presentes, y futuras; y responder con todo nuestro ser.
Esta respuesta es una actitud que tiene que darse en el interior, en nuestro corazón; es maravillarnos y sorprendernos por quién es nuestro Dios y lo que hace por nosotras. Se manifiesta de muchas maneras y envuelve nuestras actitudes, pensamientos, palabras, obras, y todo nuestro ser. La adoración es algo que va más allá de cantar canciones.
Nuestra vida entera debe ser de adoración a nuestro Dios en cada uno de nuestros roles.
Por tanto, si nuestra adoración es una respuesta a Dios con todo nuestro ser, ¿cómo limitar esa respuesta a solo un par de horas los domingos? Por supuesto que adoramos a Dios cuando le rendimos culto como pueblo los domingos, pero nuestra entrega a Él no puede limitarse solo a ese día y a un lugar en concreto.
La adoración debe involucrar toda nuestra vida, todo el tiempo, ya sea que estemos orando, trabajando, en los quehaceres del hogar, atendiendo a nuestra familia, o descansando. Todo nuestro ser debe estar involucrado en adorarle. La palabra “adoración” envuelve varios conceptos como “postrarse, obedecer, servir, honrar, venerar, temer”. Como consecuencia, es imposible reducir la adoración únicamente al domingo.
Yo no solo amo y manifiesto que amo a mi esposo cuando estoy con otras personas, públicamente, sino que también lo hago cuando estoy a solas con él. Le sigo amando y se lo muestro con palabras y obras. Sería hipócrita si no fuera de esta manera, ¿verdad? Si está tan claro en esta ilustración, ¿cómo no lo vemos cuando se refiere a amar, adorar, y servir a nuestro Dios?
Adoradoras en todo tiempo
Aquí menciono algunas verdades que pueden ayudarnos a adorar a Dios de una manera más bíblica:
- El ser humano fue creado para ser un adorador del Dios creador y todopoderoso (Mt. 4:10).
- Debemos adorar a Dios públicamente con su pueblo redimido (Sal. 100), aunque no únicamente de esa manera.
- Nuestra adoración debe ser en espíritu y verdad (Jn. 4:4): espiritual, de lo profundo de nuestro espíritu y corazón; y en verdad, conforme a su Palabra y honestamente.
- Adorar a Dios implica servirle. Fíjate en este ejemplo bíblico de Ana, la profetisa anciana de la que se nos habla en Lucas 2:37: “No se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones”.
- Cuando estemos en el cielo, glorificados ante de Dios, estaremos adorándolo a Él y al Cordero: “Están delante del trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo” (Ap. 7:15).
Gózate, alégrate, y adora a Aquel que te amó y se entregó por ti en la cruz.
La Biblia está llena de citas y pasajes que tienen esta idea sobre adorar a Dios. Si hemos entendido que la adoración es nuestra respuesta de admiración reverente a nuestro Dios, por quién es Él y lo que ha hecho por nosotras, nuestra vida entera debe ser de adoración a Él en cada uno de nuestros roles: como empleadas, como amigas, como madres, como esposas, como hijas… no puede ser de otra manera.
Cuanto más conozcamos a Dios, más le adoraremos. Por lo tanto, lee, escudriña, y obedece las Escrituras porque en ellas nuestro Dios se revela a sí mismo. Gózate, alégrate, y adora a Aquel que te amó y se entregó por ti en la cruz. Aquel que es el ser más precioso y digno de ser alabado por todos y por toda la eternidad, nuestro Señor Jesucristo.