En Juan 2, Jesús entra al templo para un acto que señalaría el comienzo de su ministerio público. Lo que ocurre a continuación es bastante dramático:
“Estaba cerca la pascua de los judíos; y subió Jesús a Jerusalén, y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado. Entonces se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume” (Juan 2:13-17).
Lo que Jesús hace aquí es más que radical. Dime, si quisieras anunciar tu ministerio, ¿entrarías en una megaiglesia y comenzarías a voltear las mesas y a echar a la gente? Acá, Jesús estaba haciendo más que sólo mostrar su autoridad. Estaba demostrando que estaba a punto de voltear las cosas en todos los sentidos.
Sin embargo, cuando Jesús comenzó esta agitación, él estaba volcando más que el comercio de los cambistas. Estaba volcando un sistema religioso que durante milenios había dependido de sacrificios de animales para agradar a Dios. Cristo estaba diciendo en esencia: “Tu relación con el Padre ya no se basará en sacrificios de ovejas, cabras y palomas. Se basará en mi sacrificio de una vez por todas por ti”.
Esa escena en el templo ofrece una analogía para nuestro tiempo. Muchas congregaciones de hoy están llenas de ruido y actividad. Tienen muchos programas en marcha, desde viajes misioneros en el extranjero hasta campañas locales y docenas de pequeños grupos de compañerismo. Los servicios de adoración pueden estar llenos de luces brillantes, sonido potente y energía increíble. Sin embargo, a veces, en medio de toda esta actividad animada, algo falta en el centro: Jesús mismo.
No estoy sugiriendo que empecemos a volcar las mesas de los libros en los vestíbulos de la iglesia. Pero sin Cristo como foco de nuestras actividades, nuestra iglesia está muerta. No importa cuánto trabajemos para hacer cosas que sirvan y honren su nombre, ninguno de nuestros “sacrificios” en sí mismos puede lograr verdaderos resultados del reino. Por fuera, nuestra comunión puede parecer justa, pero si no nos enfocamos en Jesús, seremos una iglesia llena de huesos de hombres muertos.
Cuando Jesús volcó todas esas mesas, él alzó su voz: “Quitad de aquí esto” (Juan 2:16) Del mismo modo hoy, nuestros templos deben ser limpiados de todo lo que tome el lugar de su señorío legítimo. Dios envía a Jesús para deshacernos de esas cosas, para preparar lugar para las cosas con las que él quiere llenarnos. Él quiere que nuestro templo vuelva a ser una casa de oración, fe y victoria del reino.
GARY WILKERSON