Acuérdate de Jesucristo
“Acuérdate, pues, de mí cuando tengas ese bien.”
Génesis 40:14
Injustamente
encarcelado, José sufría el encierro en compañía de dos malhechores; uno de
ellos sería indultado y el otro sería condenado. El copero volvería a disfrutar
de la prosperidad; al anunciarle su liberación, José añadió: “Acuérdate, pues,
de mí”. Pero, ¿qué ocurrió? Restablecido en su puesto, “el jefe de los coperos
no se acordó de José, sino que le olvidó”.
Asediada por el
enemigo, una pequeña ciudad estaba a punto de sucumbir. No podía resistir al
gran rey que quería destruirla. Pero se hallaba en ella un hombre pobre, sabio,
el cual libró “a la ciudad con su sabiduría” (Eclesiastés 9:15). Sin duda se le tributaría un gran
reconocimiento y se le cubriría de honores. Pero, nada de esto sucedió: “nadie
se acordaba de aquel hombre pobre”. Su sabiduría fue menospreciada y sus
palabras no fueron escuchadas.
Nuestro corazón se
indigna al ver la ingratitud del copero y de los habitantes de aquella ciudad.
No obstante, José no era más que un esclavo traído del país de los hebreos, y
el liberador de la ciudad era un hombre pobre. Y hoy en día, ¿cuál es la
actitud de muchos jóvenes hacia Aquel que declara: “No soy profeta; soy
labrador de la tierra; porque un hombre me vendió por siervo desde mi mocedad”?
(Zacarías 13:5 V.M.). Hombre pobre
fue; sin embargo, conocen su gracia, ya que “por amor a vosotros se hizo pobre,
siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).
Tomó “forma de
siervo”, fue “despreciado y desechado entre los hombres” (Isaías 53:3); exclamó: “Estoy afligido y necesitado” (Salmo 109:22). En tal humillación, la
noche que fue entregado pudo decir, al partir el pan: “Esto es mi cuerpo, que
por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí” (Lucas 22:19). De la misma manera, cuando tomó la copa, dijo:
“Bebed de ella todos” (Mateo 26:27).
¿Qué es lo que
retiene a muchos jóvenes, y también a algunos mayores, para no responder al
último deseo del Salvador que les ha amado hasta la muerte? Sin duda, el más
grande obstáculo para estas personas es que se miran demasiado a sí mismas.
Quisieran responder al llamado del Señor, pero no se creen dignas; todavía
hallan muchas faltas en su camino y negligencia en el servicio. ¿Es debido a nuestra
fidelidad o buen comportamiento que podemos acercarnos a la mesa santa? Esta no
es la enseñanza de la Palabra.
“Pruébese cada uno
a sí mismo, y coma así del pan” (1
Corintios 11:28). No que se pruebe para comprobar si se ha portado
suficientemente bien como para participar del memorial, sino que, juzgándose a
sí mismo y confesando al Señor sus faltas, sea lleno del sentimiento de la
gracia y del valor de la obra cumplida en la cruz, la única que nos permite
acercarnos a Él. Mirar a Cristo, a su obra, estar persuadidos de su plena
suficiencia ante Dios para todo lo que somos y lo que no somos, y recordar que
Dios nos ve en Cristo son las únicas actitudes que liberan el corazón de los
obstáculos que el enemigo quiere suscitar.
No obstante, las
serias palabras de 1 Corintios 11:29-32
nos hacen reflexionar: “El que come y bebe indignamente, sin
discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí”. Nos
recuerdan la solemnidad de la Cena del Señor, la importancia de no acudir a
ella como a cualquier otra comida, sino con el sentimiento de que vamos a estar
en la presencia del Señor; “discernir el cuerpo”
es estar imbuido en lo que representan el pan y la copa, no sólo el símbolo,
sino también “la comunión (espiritual, por supuesto) del cuerpo de Cristo... la
comunión de la sangre de Cristo” (1
Corintios 10:16). Si para participar de este acto son necesarios la
seriedad y el recogimiento, ¿es esto una razón para mantenernos alejados de él?
Si la Palabra prescribe el juicio de nosotros mismos y nos advierte que, al
olvidarlo, seremos castigados por el Señor, ¿es esto un motivo para
abstenernos? El corazón que ama a su Señor, y que sobre todo se siente amado
por Él, sabrá dar respuesta.
La Cena del Señor
es un acto instituido para el tiempo en que estamos en la tierra. En el
banquete de las bodas del Cordero, en el cielo (Apocalipsis 19:7-9), la Iglesia fijará la mirada en Aquel que la
amó y se entregó a sí mismo por ella, antes que aparezca en toda su gloria a
los ojos de todos. Pero ahora, mientras Él es rechazado y menospreciado, ¿es
pedir demasiado el que tengamos comunión con Él públicamente en el partimiento
del pan? ¿O tememos deshonrarle después por una grave caída y sus
consecuencias? Es bueno desconfiar de uno mismo, pero no del Señor: “El que
piensa estar firme, mire que no caiga” (1
Corintios 10:12); además, “poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Romanos 14:4).
El Señor es
poderoso... y es digno de que respondamos a su deseo. ¿No nos basta esto?
G. A.
Nos presentas Señor, nos presentas Señor,
De Ti mismo la entrega, precio de tu Iglesia,
Dulcísimo evocar, dulcísimo evocar:
La mesa que aquí nos tiendes ¡oh Salvador de gloria!
Recuerda tu dolor, tu muerte y tu amor.
La copa y este pan, la copa y este pan
Que tu mano nos brinda, de gracia pura y digna
Es prenda cierta y fiel, es prenda cierta y fiel;
En su silente lenguaje dicen, en sus edades,
Al salvo por la cruz tu amor ¡oh Jesús!
Himnos y cánticos
N° 52
Recomendamos a
nuestros lectores preocupados por estas cuestiones la lectura del capítulo 6
del folleto «El nombre que congrega», de G. A. Se consigue gratuitamente
pidiéndolo a nuestra dirección.
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