Cuando el faraón oyó acerca de este hecho, procuró matar a Moisés; pero
Moisés huyó de la presencia del faraón y habitó en la tierra de Madián. Allí se
sentó junto a un pozo. Éxodo
2.15
No es difícil creer que fue Dios mismo el que
conmovió el corazón a Moisés frente a la injusticia que sufrían los israelitas
en manos de los egipcios. La sensibilidad a las cosas espirituales que le
habían impartido sus padres no se había perdido durante los años en la corte
del faraón. No obstante, Moisés no había aún aprendido una lección crucial: los
planes de Dios no se pueden implementar con métodos humanos, tal como lo
expresó muchos siglos más tarde el apóstol Santiago: «La ira del hombre no obra
la justicia de Dios» (1.20).
Para que Moisés
pudiera aprender esta valiosa lección, era necesario que fuera a la escuela del
desierto. Había en él demasiada confianza en sus propias fuerzas para que le
fuera útil a los propósitos del Señor, y Dios debía tratar profundamente con su
vida. Allí, pues, pasó largos años. El fuego y el celo que le habían llevado a
asesinar a un hombre, lentamente se disiparon quedando en su lugar la vida
apaciguada y sencilla de un pastor de ovejas. Recién cuando hubo desaparecido en
él todo anhelo y sueño, volvió Dios a visitarlo con la misión de liberar al
pueblo de su estado de esclavitud en Egipto.
Piense en lo extraño
de los caminos de Dios: Cuando Moisés quería servirle, él no se lo permitió. Y
cuando el profeta ya no quería servirlo, ¡Dios se lo exigió! La razón es que
Dios no pone el acento sobre nuestras acciones, sino en la clase de persona que
somos.
El gran evangelista
Dwight Moody alguna vez comentó de Moisés: «Durante
los primeros 40 años de vida, él pensó que era una persona importante. Durante
los siguientes 40 años de vida, aprendió que en realidad no era nadie. Durante
los últimos 40 años de vida, vio lo que Dios puede hacer con un “nadie”».
¡Qué admirable
resumen del proceso por el cual llevó el Señor al gran profeta!
Esta es una lección
que todo líder debe aprender. Dios no necesita de nuestros planes, ni de
nuestras habilidades, ni de nuestros esfuerzos. Ni siquiera necesita de nuestra
pasión, como tuvo que descubrir el apóstol Pedro. Lo que necesita es
simplemente que nos pongamos en sus manos, para que él dirija nuestras vidas,
señalando en el camino las actitudes y el comportamiento que él pretende de
nosotros. Esta clase de entrega es la que más le cuesta al ser humano, porque
tenemos nuestros propios conceptos acerca de cómo es la mejor manera de agradar
a Dios.
Para los que pastoreamos, qué tentador es planificar y luego pedir que Dios
bendiga nuestros esfuerzos. Es mucho más difícil esperar en él, para moverse
solamente cuando él lo manda. No debemos perder de vista, sin embargo, que el
hombre que vive completamente entregado a Dios, es la herramienta más poderosa
que existe para avanzar en los proyectos que están en el corazón mismo del
Señor. ¡No se apresure!