Solamente administradores Febrero 26
Y vinieron a Juan y le dijeron: Rabí, el que estaba contigo al otro lado
del Jordán, de quien tú diste testimonio, él también bautiza, y todos van a él.
Respondió Juan: No puede el hombre recibir nada a menos que le sea dado del
cielo. Juan 3.26–27
Hacía 400 años que no se había visto en Israel un
profeta con un mensaje como el de Juan el Bautista. Su aparición, a orillas del
río Jordán, rápidamente atrajo a personas de toda la región. Con el pasar de
los días y las semanas, grandes multitudes acompañaban al profeta.
Todo esto cambió
cuando apareció el Mesías. Con su llegada, había concluido la misión del
Bautista, y al poco tiempo las multitudes acompañaban a Aquel que había sido
bautizado por el profeta. Los más leales seguidores de Juan veían con tristeza
cómo la gente lo abandonaba y se le acercaron para instarlo a tomar cartas en
el asunto. Detrás del reclamo de los discípulos de Juan estaba la convicción
implícita de que Jesús se estaba robando la gente que el profeta había ganado
con su propia predicación.
En la respuesta de
Juan el Bautista vemos una de las razones por las cuales Cristo elogió tan
profundamente su vida. Juan entendía que una persona no se «gana» nada por sus
propios méritos, ni tampoco con sus esfuerzos. Todo lo que él recibió vino del
Padre, cuyo corazón es uno de inmensa misericordia. Sabía que la multitud le
fue prestada por un tiempo, pero que en cualquier momento el Padre podía
quitársela porque no era, en definitiva, del profeta, sino de Dios. Por esta
razón no opuso resistencia, ni tampoco se llenó de amargura cuando la gente
empezó a congregarse alrededor de Cristo.
Muchas veces, como
pastores, actuamos como si las vidas de las personas nos pertenecieran. Nos
tomamos la atribución de imponerles nuestros planes y gustos, y decidimos sobre
ellas como si fuéramos sus amos. La gente, sin embargo, se resiste a este tipo
de trato y ¡bien pronto demostrarán su insatisfacción!
Cuán diferente era
la actitud de Juan. Lejos de amargarse, el profeta actuó con el desprendimiento
y la generosidad de quien tiene un genuino interés por los demás. Cómo oponerse
a la fuga de las personas, ¡si les convenía mil veces estar cerca de Cristo que
de él!
El líder maduro
siempre va a buscar lo que más le conviene a su gente, aun cuando esto le quite
«prestigio» a su propio ministerio. Tendrá presente que, así como los hijos le
son confiados a los padres por unos años, también su gente le ha sido prestada
por un tiempo. Tienen libertad para moverse y actuar conforme a lo que
entienden es la voluntad de Dios para sus propias vidas. Aun cuando se
equivoquen, el líder respetará esa libertad que Dios también le ha otorgado a
él mismo.
¿Cómo actúa cuando le da sugerencias a la gente que pastorea? ¿Qué
reacciones tiene cuando ellos rechazan sus consejos o escogen un camino
diferente al señalado? ¿Qué evidencias hay de que su gente tiene plena libertad
para hacer lo que quiera? ¿Qué cosas puede hacer usted para cultivar más esta
libertad en ellos?