Toma al perro por las orejas
“El que pasando se deja llevar de la ira en pleito ajeno,
es como el que toma al perro por las orejas.”
Proverbios 26:17
Sin duda, todos nosotros nos hemos encontrado alguna vez mezclados en
disputas en las que no teníamos nada que ver; tomamos “al perro por las orejas”
y fuimos mordidos. Pero el alcance de este sabio y prudente consejo sobrepasa,
como en todos los Proverbios, los pequeños hechos de la vida diaria. Es un
principio simple, pero importante, el cual debe regir nuestra actitud en
relación a los conflictos que ocurren en este mundo caracterizado por la
violencia. Nuestros corazones se sienten atraídos por ellos, trátese de asuntos
locales, nacionales o internacionales, como si fuéramos de este mundo. No
debemos olvidar que aquí sólo estamos de
paso. Nuestro Señor Jesucristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para
librarnos del presente siglo malo” (Gálatas 1:4). Debemos comportarnos como
extranjeros y peregrinos. Nuestros verdaderos bienes se hallan en otra parte
desde el momento en que nos convertimos en hijos de Dios. “Nuestra ciudadanía
está en los cielos” (Filipenses
3:20).
Nunca los creyentes han estado tan incitados a tomar parte en los asuntos
terrenales como ahora. De acuerdo con la edad, el temperamento, la educación,
el medio en que se vive y las influencias de nuestro entorno, uno puede
inclinarse a un lado o a otro. Diferentes puntos de opinión que harán estallar
disputas surgen entre los cristianos sinceros; conversaciones apasionadas
tienen lugar en el seno de las familias, cuando no a las puertas de las
reuniones. Y de esta manera, imprudentemente nos dejamos arrastrar por un
“pleito” que no es el nuestro.
“No tenemos lucha contra sangre y carne” (Efesios 6:12). Nuestro Maestro,
el divino modelo, ¿acaso tomó partido en los conflictos que oponían a
herodianos, saduceos, fariseos u otras sectas religiosas o partidos nacionales?
Los juzgaba a todos con su sola presencia y sus palabras.
Alguien objetará que el cristiano no puede permanecer indiferente delante
del espectáculo de este mundo, ante sus sufrimientos e injusticias. Es verdad.
No puede pactar con la violencia y el engaño, la iniquidad bajo todas sus
formas. Pero tampoco debe extrañarse de verlos señorear en un mundo donde
Satanás es el príncipe. La Palabra de Dios resume en una palabra “todo lo que
hay en el mundo”: concupiscencia o codicia (1 Juan 2:16; 2 Pedro 1:4); todos
los pleitos y las guerras tienen en el fondo la misma causa (véase Santiago
4:1).
Confieso que existen consideraciones que conciernen a la libertad de culto
o del testimonio cristiano. Pero, después de todo, hemos de admitir que “no hay
autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas”
(Romanos 13:1). Su establecimiento o mantenimiento no es de nuestra
incumbencia, salvo que debemos orar por aquellos que nos gobiernan. No
deberíamos inquietarnos por la organización de este mundo, aun cuando tuviéramos
que decir como los apóstoles: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los
hombres” (Hechos 5:22). Dios no nos ha dejado aquí para que nos metamos en la
organización de este mundo, sino para que “vivamos en este siglo sobria, justa
y piadosamente” (Tito 2:12). Estamos aquí para mostrar los caracteres de
Cristo, para manifestar su vida y ser luz en este mundo, para ser la sal de la
tierra, y nada más; si faltamos en algo de esto, privamos al Señor de aquello
que espera de nosotros. Somos llamados a amar, a perdonar, a hacer el bien, a
ayudar a los débiles, a dar testimonio de un Cristo muerto, resucitado y
glorificado, a esperarle, a interceder y a adorar. Debemos guardar y obedecer
su Palabra, no renegar su Nombre, en resumen, hacerlo todo en el nombre del
Señor. Todo esto es absolutamente independiente del estado social, intelectual
o moral del mundo, como también de la condición particular en la cual Dios
coloca a cada creyente. El esclavo de la antigüedad podía ponerlo en práctica
como su amo, el obrero de hoy como también su jefe, el analfabeto como el
sabio.
El cristiano es un combatiente continuo; sus enemigos no descansan; son
numerosos, potentes, sutiles. Así, pues, nuestra lucha es “contra principados,
contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo,
contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
Como Amalec, quieren impedirnos que sigamos el camino hacia la herencia
celestial; como los cananeos, quieren evitar que disfrutemos de ella. Para
luchar contra todo esto, no necesitamos armas carnales, sino las armas de Dios,
“toda la armadura de Dios”. Tenemos que combatir “ardientemente por la fe que
ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3) y que se halla amenazada por
tantas falsas doctrinas. Es necesario luchar contra la mundanalidad, luchar
para librar a las almas, en un santo combate para el Evangelio (Filipenses 1).
Y no hablaremos de la lucha sin cuartel que hay en nosotros, entre el Espíritu
y la carne. Hay que combatir, es necesario vencer. “Al que venciere…” dice el
Señor. Es el combate de la fe.
Jóvenes, a ustedes especialmente se les pide que combatan (1 Juan 2:13-14).
Sean fuertes, sean hombres. “Escógenos varones, y sal a pelear contra Amalec”
decía Moisés a Josué (Éxodo 17:9). No se trata de nuestras propias fuerzas,
sino de la energía de la fe que vence al maligno por la Palabra de Dios (1 Juan
5:4). “Sois fuertes, y la Palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis
vencido al maligno” (2:14). Es lo común en la juventud, pero ésta debe tener
cuidado con el estado de su corazón. Por eso la Palabra dice seguidamente: “No
améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo” (v. 15).
Por lo tanto, cuando permanecemos al margen de las disputas terrenales, no
se trata de insensibilidad o apatía, sino porque nosotros tenemos nuestro
propio “pleito”, que es el de Cristo. Proseguir nuestro combate es el único
medio para trabajar en favor de este mundo. Abraham luchaba por medio de la
oración a favor de Sodoma, y lo hacía en la montaña, delante de Dios. Meternos
en los combates de este mundo, aunque en ello hayan buenas intenciones, no
sería otra cosa que desertar, para una causa ajena, del verdadero combate
celestial. Sería rendirnos de nuestra posición cristiana. Sería desconocer el
amor de Aquel que se entregó a sí mismo por nuestros pecados.
A. Gt.
© Ediciones Bíblicas - 1166 Perroy (Suiza)
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