La contienda
Desde los cuatro extremos de la tierra sopla el viento de la contienda. La
Iglesia y el cristiano, unidos a Jesucristo, su Jefe glorioso, ¿deben tomar
parte en estas cosas? Únicamente el Espíritu Santo, por medio de la Palabra de
Dios, nos da la respuesta y nos aclara todo lo referente a este punto.
Discutir es negar o rehusarse a reconocer el derecho que una persona tiene
o pretende tener sobre alguna cosa. Por definición, la discusión es negativa.
Desde su caída, el hombre está inmerso en la búsqueda de la dicha perdida.
Insatisfecho con su suerte, sin cesar desea mejorarla y así sustraerse, si
pudiera, a las consecuencias de su condición como descendiente de Adán.
Examinando los motivos que llevan a la contienda, se observa que se trata
de hacer valer un derecho, un ideal, presentando con pasión y fuerza
«verdades», «fórmulas», «lemas» basados en realidades tales como la miseria, la
injusticia, la opresión y el abuso del poder. ¿Por qué no luchar para ayudar a
los pobres y desdichados? Reivindicar los derechos de los menos favorecidos,
¡qué hermosa causa para defender! Los creyentes jóvenes fácilmente pueden
dejarse ganar por esto, pues el enemigo, transformándose en ángel de luz y bajo
el manto del amor al prójimo, aleja los corazones del objeto principal, o sea,
de Cristo. Desvía así a los cristianos del camino de la dependencia del Señor,
de la obediencia a la Palabra y de la sumisión a las autoridades.
Para intentar mitigar las enormes desigualdades que sufre la humanidad, los
hombres se entregan a un franco diálogo y los debates se desarrollan en una
atmósfera de sinceridad y simpatía. Después de buscar por la comprensión mutua
poner de manifiesto las necesidades, se sugieren los medios para remediarlas. Y
en seguida estallan opiniones opuestas, las pretensiones de los que dicen
resolver el mismo problema producen disputas. Reunidos para encontrar juntos
una común solución, resultan oponiéndose violentamente; siguen la cólera, las
querellas y las intrigas. La tan reclamada caridad da lugar al odio. Si la
mayoría se apasiona por una solución y se excita, hace todo lo posible para
imponer su punto de vista sobre una minoría que se defiende alegando,
igualmente, tener el único medio de resolver las dificultades. Esto desemboca
irremediablemente en batallas, asesinatos, revoluciones y guerras.
El hombre, ¿sólo posee esos recursos, tan poco gloriosos, para ponerlos al
servicio de causas a veces legítimas? Debemos reconocer que son totalmente
diferentes de los que el Evangelio nos enseña y Dios aprueba.
¿Cuál es el origen de las contiendas? ¿Es un hecho humano incurable? ¿De
dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras
pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? (Santiago 4:1).
En la génesis de la historia, Dios creó al hombre “recto” (Eclesiastés
7:29). Desgraciadamente, éste sucumbió a la tentación, seducido por Satanás, el
antiguo disputador, quien ya contradecía los derechos que Dios tenía sobre su
criatura, a la que había soplado el aliento de vida. Por medio de engaños y
dudas, llevó al hombre a oponerse a Dios. Caín, Lamec, Nimrod, Coré y millones
de seres humanos han mostrado su menosprecio a los derechos divinos sobre sí
mismos y sobre lo que pertenece a Dios, hasta el resultado final: el rechazo de
su Hijo. Los móviles de la contienda son interiores y están como grabados en el
corazón con una tinta indeleble.
Abraham cavó muchos pozos, y al morir dejó todo a Isaac. Sus derechos
debieron ser reconocidos, pero los pozos de Esek y Sitna fueron objeto de
disputas. La alianza sellada en Beer-seba tuvo que ser renovada porque el odio
estaba profundamente arraigado en los corazones (Génesis 26:20-21, 27). Cuando
más tarde Dios adquirió un pueblo, librándolo de la esclavitud por medio de
grandes prodigios, le dio una “Ley” perfecta, un código que preveía todo para
el camino futuro. Cada persona tenía su tarea asignada, su responsabilidad
según su edad, su clase, su familia y sus capacidades. Toda la administración
religiosa, moral y familiar estaba prescrita hasta en el más mínimo detalle.
Sin embargo, ¿qué nos dice la Escritura?... Los israelitas contendieron,
murmuraron contra Moisés, su conductor, su mediador contra Dios (Deuteronomio
32:15; 33:5).
El corazón del hombre es incurable, maligno; tal es el terrible veredicto
de Dios sobre su criatura. “Engañoso es el corazón... y perverso” (Jeremías
17:9). Pero a pesar de tal realidad, Dios, en su infinito amor hacia los
hombres, envió a su único Hijo, inefable don del amor divino.
“Jesús Nazareno, rey de los judíos” (Juan 19:19), éste fue el texto
colocado encima de la cruz, recordando el motivo de la crucifixión. Este título
fue objeto de contienda, así como también lo fue el de “Hijo de Dios” para el
diablo en el desierto y los hombres en el Gólgota (Mateo 27:40).
Durante toda su vida, el Señor soportó la contradicción, las disputas, el
odio, los ultrajes, los insultos, la traición y el rechazo. ¿Reivindicó él sus
derechos sobre todo aquello que era suyo? Ni una queja, ni una murmuración, ni
una respuesta al horrible y fanático grito: “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Juan
19:15). Pablo, fiel siervo e imitador de Jesucristo también oyó un grito
similar (Hechos 22:22). Hoy en día, en su odio los unos hacia los otros,
nuestros contemporáneos actúan con la misma violencia, profieren las mismas
condenaciones. ¡Qué tristeza tener que comprobar estas cosas!
El cristiano, pues, ¿está llamado a mezclarse en tales movimientos? ¿Debe
dar su consentimiento o participar en ellos? Nuestro Amo no reivindicó nada
como hombre. ¿Podríamos obrar mejor que él? ¿Somos más sabios que él?
Aprendamos, lejos de estas tormentas, cuál es la voluntad del Señor.
“El que ama la disputa, ama la transgresión” (Proverbios 17:19). Esto
debería poner fin a nuestras dudas. Que nuestro celo por las cosas de Dios y su
gloria sea más grande y alcancemos mayor provecho para nuestras almas, según
Proverbios 20:3: “Honra es del hombre dejar la contienda; mas todo insensato se
envolverá en ella”.
Que las virtudes del cristianismo sean realizadas por la Iglesia del Señor,
y que cada creyente manifieste el fruto dulce y apacible de la justicia, del
amor, de la verdad, de la luz y del Espíritu, haciéndolo todo para la gloria de
Dios (1 Corintios 10:31; Colosenses 3:17, 23).
J. P.
© Ediciones Bíblicas - 1166 Perroy (Suiza)
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