Hadas...
Lugares recónditos y tierras lejanas, baldías de almas en pena. Paisajes vírgenes de gentes, en los que el viento encuentra su aposento. Belleza en la naturaleza, efímera, auténtica, primigenia.
En lo más profundo de los bosques, allá donde los ríos nacen y lo secretos yacen, habitan las criaturas más bellas jamás contadas en cuentos, historias y relatos de fantasía. Sus susurros son melodías, su cantar armonía, su silencio la más absoluta calma.
Bien es por todos conocido que las hadas cuidan de los árboles, las aguas o el viento, entre muchas más cosas y entes. Ninfas, dríades y sílfides, a cuáles más bellas, protectoras de elementales, guardianas de las esencias del mundo.
Y se dice que, de entre ellas, las hay de especiales para los más extraños seres que habitan las tierras.
Cuentan las leyendas perdidas en la memoria de los tiempos que todo recién nacido es visitado, en su primera noche en el mundo, por una única hada, engendrada en el mismo instante, que lo elige como su más preciado tesoro, y queda unida a él de por vida.
Protectora de los grandes males, concesora de los pequeños deseos, toda hada permanece atenta a su alma escogida, y se mantiene a su lado mientras ésta crea en ella.
Es por esto que, algunas noches, cuando la oscuridad todo lo envuelve, pequeñas luces se dirigen revoloteando en una danza hipnótica a las casas, aldeas o pueblos en semipenumbra, y recorren sus calles acercándose a las ventanas, intentando atisbar tras ellas un llanto, un abrazo materno, un primer sueño.
Luciérnagas, suelen llamarlas los que se creen sabios. Simples insectos inútiles, que no causan bien o mal alguno, dicen de ellas. Y por suerte, las dejan hacer.
Pobres ciegos ignorantes, que dejaron de ser.
Lo cierto es que no se sabe por qué todos los niños creen en las hadas. Tampoco por qué estas los eligen, y se atan a ellos, conocedoras de su más que probable final. Algo debe haber, desconocido para los que, un cada vez más lejano día, fuimos.
Allende los mares, perdida en el olvido, un hada se muere. Resignada, sabedora de que su suerte no depende de ella desde el momento en que eligió su destino, espera su hora, las palabras precisas que la sentencien.
- ¿Hadas? Yo YA no creo en las hadas...
Y luego, silencio.
Pronunciadas por el niño que quiere dejar de serlo, por el mismo que se ilusionaba tras cada acontecimiento aparentemente inexplicable ocurrido en su infancia, por el que soñaba en cada cuento, y viajaba a mundos imaginarios repletos de magia y seres fantásticos, estas palabras resultan fatales.
Y mientras llegan los nuevos acompañantes, preocupaciones y responsabilidades, penurias y tormentos, cruda realidad, el hada comienza a marchitarse, etérea.
Pocas son las vidas que, siendo ya viejas, fallecen junto a una de estas hadas. Pero, de vez en cuando, muy de vez en cuando, puede entreverse en unos ojos lechosos rodeados de arrugas un atisbo de esperanza, una luz venida de más allá de un mundo irreal que pocos pueden ver, a la que sigue siempre, inseparable, una sonrisa. Y esa es, inequívoca, la sonrisa de quien nunca dejó de ser niño, la magia de un hada prendada en quien nunca dejó de creer.
Cuando un hada muere, el alma de un niño la acompaña. Y con ella se oyen marchar inocentes risas e ilusiones puras, que no volverán.
Cuando un hada muere, un hada nace en lo más profundo de los bosques. Y queda allí, por un ingrato recuerdo mantenido en su esencia, que la hace aislarse del llamado mundo real, sin saber de quienes no quieren creer más allá de lo que ven sus ojos.
Pobres ciegos ignorantes.
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