Todos en alguna ocasión nos hemos sentido humillados en mayor o menor medida.

Yo sentí el filo de la daga de la humillación a temprana edad. No lo creeréis, pero en ocasiones me despierto sudoroso recordándolo.

Me sentí humilladísimo, mi madre puso en marcha su maquinaria de autoridad y le dijo a mi hermano que quería verme inmediatamente.

Yo confiado acudí a su presencia en vuelo rasante como si para hacer algún encargo se tratara. Mi madre estaba leyendo la biblia e interrumpió para anunciarme lo siguiente:

-Kimax, como madre, tengo la obligación de ir preparándote para cuando recibas el sacramento del matrimonio. Como bien sabes, es una promesa de amor y lealtad para toda la vida, también el árbol que procura los frutos de la descendencia y por eso la única razón de ser del acto sexual. Para ello tanto el alma como el cuerpo deben estar preparados, Kimax, y me consta que tu alma no me va a deparar sorpresas, pero tu cuerpo no se halla en disposición de victoria. Dicho de otro modo, tienes que operarte de fimosis.

Me quedé atónito. Ya en mi cuarto controlé mi respiración. Me dolía el alma y la dignidad. Una humillación de esta índole se me antojaba intolerable. Enseguida procuré hacer investigaciones para saber si era imprescindible semejante intervención.

Yo no quería que se notara mucho mi interés por el asunto; así que de la manera más disimulada posible, esa misma tarde le dije a un amigo mayor que me entusiasmaba su manera de exponer las cosas y sus razonamientos. Se me antojaba un filósofo. De haber existido en otra época hubiera sido como Platón o Aristóteles y para mí, todo lo que él decía sentaba cátedra :

-Oye, Eduardo, estoy leyendo un libro en el que se narra la oposición de un muchacho a ser cirncuncidado y no entiendo por qué.

Me supongo, Kimax, que será por evitar las molestias posteriores. Ahora se llama fimosis y consiste en liberar las adherencias del prepucio para descubrir el glande.

-Coño!, Eduardo, ignoraba que tuvieras tantos conocimientos de medicina-le dije.

 

-Por cierto-añadí más seguro de mí,-una última cosa, Eduardo, el muchacho se negaba, pero al final lo consigue.

-Las novelas y la realidad no siempre coinciden, Kimax, -me dijo-además, en las novelas no intervienen las madres.

 

Era un sabio y un adivino mi amigo Eduardo.

Renuncio a narraros los detalles de mi intervención de fimosis por vergüenza torera, pero fue una ingrata experiencia. Quizá otro día con más ánimos lo haga si no os aburre…