Debo puntualizar que Mónica era una
aragonesa de carácter fuerte, y que cocinaba
muy bien. Anteriormente yo había vivido
muchos meses solo, y estaba harto de comer
en el restaurante de abajo, o de
comer en casa cosas que parecían haberse
guisado en la nevera. Formábamos una
pareja ideal. Yo estaba loco por ella, ella
estaba loca por su novio, y su novio estaba
loco por su propio natural.
Afortunadamente su novio vivía en Barcelona.
Era boxeador, pero creo que recibía más de
lo que pegaba.
Era ya de noche cuando entrábamos a
Torredembarra. Compartíamos habitación en
un hotel próximo a la playa. A la mañana
siguiente yo me enrolé con unos pescadores.
Nunca había tenido esa experiencia,
y me ofrecí para hacer la jornada realizando
las labores que me encomendaran.
Cuando ya llevábamos tres días de disfrute
tuve que volver a Zaragoza por un trámite
burocrático de interés, pero prometí a
Mónica regresar ese mismo día de nuevo a
Torre, donde habíamos quedado para ir
de cena con los ya amigos pescadores.
-Me dejé en el tendedor una camiseta y unas
bragas, ya las recogerás-fueron sus últimas
palabras antes de mi partida hacia Zaragoza
-Ok-le respondí
Debo señalar que el tendedor consistía en
unas cuerdas amarradas a unos soportes
que pendían de la ventana que daba a un
patio de luces, y que cuando alguna pren
da de ropa por el viento, o
accidentalmente, caía al interior del patio, la
portera la recogía y la dejaba encima de l
os buzones, a la entrada del portal principal.
Nunca me han gustado esos patios
interiores. Viví una mala experiencia en
primera persona, y quizá eso me marcó
Resulta que un vecino del primero, meses
antes, ató una soga a un barrote y se la
anudó al cuello y se lanzó al vacío.
Casi se mata, pero del trompazo que se pegó
con la acera. Un error de cálculo. La longitud
de la cuerda
tenía dos metros más que la altura desde el
primer piso.
Las matemáticas nunca han sido mi fuerte,
pero reconozco que en ocasiones tienen su
importancia.
Pero no nos vayamos del tema. Llegué al
portal de la casa, abrí la puerta, y me quedé
esperando el ascensor que estaba bajando
. En ese instante, mientras esperaba, me di la
vuelta para abrir el buzón y
recoger la correspondencia cuando descubrí
unas braguitas rosa encima del buzón. Con
esa asombrosa capacidad de análisis que me
caracteriza, deduje que eran las bragas de
Mónica, y yo, siguiendo sus instrucciones las
recogí para dejarlas en su habitación.
A mi espalda el ascensor bajando; frente a
mí los buzones, a mi derecha un gran espejo
que forraba la pared de la entrada en el patio,
y en medio de todo, yo con la
correspondencia en una mano y las
braguitas en la otra.
Se abre la puerta del ascensor y aparece mi
vecina del sexto. Me mira como si yo fuera un
enfermo mental y me arrebata la prenda
íntima de un tirón a la vez que con el ceñ
o fruncido exclamó: -¡Mis bragas!
Acto seguido se dio la vuelta y se metió al
ascensor de nuevo, emprendiendo su viaje
ascendente.
Yo me quedé mirando en el espejo, y a punto
estuve de darme el pésame. Me pinchan y no
me sacan sangre.
Entró otra vecina, y me dijo:-¿subes?
Yo asentí con una cortesía almibarada.
Le sonreí como la gente que no tiene amigos
, con gratitud pero sin ganas.
Tiento, cuidado, oportunidad y tino. Estas
cuatro palabras las aprendí aquel día.
Ahora no me queda otra que cargar con el
peso de la experiencia, esa sabiduría que un
hombre adquiere cuando ya no la
necesita.