Fría es la noche, y el temor es
frío, cruje bajo los pies rígida escarcha, y es la sangre en las venas como un
río que bajo el hielo
lentamente marcha.
Fría es la luz
filtrándose en la sala, fríos los candelabros extinguidos, y húmedo el frío que los huesos
cala por la piel de los
miembros ateridos.
Y hay frío en el
hogar, y en el ambiente del
cuadro de sombríos personajes de apática mirada indiferente luciendo aristocráticos
ropajes.
Y cada noche oscura se
despegan del lienzo en la
pared las pinceladas en
formas incorpóreas, y navegan, sombras sin sombra, en lóbregas jornadas.
Ni hay eco de pisadas, ni hay
aliento, sólo un avance en
flotación ligera, como una
ráfaga glacial de viento a
través de la grieta en la vidriera.
Pasaron ante mí,
mas no me vieron, ni yo les
ví, tan sólo su presencia se hizo sentir, y cómo estremecieron mis sentidos desde su
transparencia.
Alcé la vista al
cuadro sobre el muro y sus
espacios ví blancos, vacíos... Sólo una joven de cabello oscuro quedaba, con sus ojos en los
míos.
Una sonrisa afable florecía sobre sus labios tenuemente
rojos, mezcla de amor y de
melancolía, y no pude
apartar de ella mis ojos.
Me acerqué a la
pintura, seducido por un
misterio tan incomprensible, y al rozar con los dedos su vestido me circundó un calor
irresistible.
Pero mi espalda
percibió al instante la
frialdad del grupo en su regreso; la miré una vez más, y su semblante me pareció la encarnación de un
beso.
Y aquella noche tuve que
dejarla, mas cada día paso
hora tras hora contemplando
el retrato, y al mirarla siento que
cada vez más me enamora.