Aquella noche todo fue muy extraño. Estábamos en un descampado cerca de mi barrio. Hicimos una fogata y nos sentamos alrededor del fuego a charlar, cuando Mario nos propuso jugar a la ouija. Yo tenía un poco de miedo por todo lo que había escuchado sobre ella, pero, pensándolo fríamente, ¿por qué voy a temer algo que nunca he probado?
Al final nos decidimos. Pusimos el tablero y todo, y empezamos a preguntar cosas. Sorprendentemente el vaso se fue moviendo, y yo me quedé sin aliento. ¡Era increíble! De repente, el vaso explotó. Aquello fue demasiado. Decidimos que ya era hora de que cada uno volviera a su casa. Aquella noche me desperté varias veces porque encontraba la luz del baño encendida.
A la mañana siguiente le pregunté a mis padres si ellos habían estado yendo al baño por la noche. Me contestaron que no. Pasé por alto ese incidente y no quise darle más importancia. De camino al instituto pasé por delante de un banco donde había un hombre sentado.
Cuando avancé un poco más noté que ese mismo hombre me seguía. Iba vestido con gabardina negra y sombrero oscuro. No me daba buenas vibraciones, así que aceleré el paso. Él también lo hizo. Para no parecer paranoico opté por otra estrategia: me paré en seco, como si me fuera a atar los cordones de los zapatos, para ver qué hacía él...
Se me acercó al oído, y en un susurro me dijo: no juegues con fantasmas cuando no sabes qué son. Me quedé de piedra. En cuanto pude, llamé a todos con los que estuve aquella noche y se lo conté.
Quedamos otra vez en el descampado. Ninguno de nosotros habló porque no había nada que decir: habíamos jugado con fuego y nos habíamos quemado. De repente, un hombre emergió de la sombra. Llevaba un instrumento afilado en la mano. Se dirigía hacia nosotros. Salimos corriendo. Cada uno a su casa.
Pero a Mario y a Silvia no les vimos más.
Ahora, cuando miro sus fotos, siento como si me sonrieran y me dijeran: el próximo eres tú.